La guerra contra las drogas en Colombia ha sido la manera como el Estado se ha relacionado con extensas zonas marginadas del país y, la política antinarcóticos, el lenguaje usado por el Gobierno central para responder a los desafíos de la periferia. En estos lugares, las comunidades se han hecho visibles porque aparecen en los mapas con cultivos ilícitos; ahí no hay suficientes votos, ni los incentivos necesarios para que el Estado asuma sus funciones más básicas.
Cambiar esta realidad requiere entender que la solución al narcotráfico pasa por la adopción de una perspectiva más amplia del desarrollo rural, que supere las respuestas basadas en subsidios y proyectos fragmentados. Se trata de replantear la relación con los territorios y de que el Estado supere su histórica incapacidad de proveer bienes públicos.
Este artículo sostiene que si bien los acuerdos de La Habana definen una ruta parcial y restringida para responder al narcotráfico, su conexión con el punto uno, es decir, la Reforma Rural Integral, abre una oportunidad para que lo que hasta ahora ha sido un problema de seguridad, comience a ser tratado desde la perspectiva del desarrollo territorial. Tomando en cuenta lo anterior, la pregunta fundamental en el postconflicto no será si nuevos grupos llenarán los vacíos dejados por las FARC, sino si el Estado hará algo para evitarlo, más allá de la erradicación y el glifosato.
Desde esta perspectiva, este artículo analiza la respuestas dadas al problema del narcotráfico en la periferia rural, señalando algunas claves para dejar atrás la guerra contra las drogas, lo cual implica necesariamente cambiar la manera como se ha construido el inefectivo y débil Estado en Colombia.
Las dos caras del Estado
En Colombia, el Estado ha tenido dos caras visibles frente al problema de las drogas. De un lado, se encuentra el Estado que ha fortalecido la Fuerza Pública, con una mayor capacidad de despliegue armado en el territorio y de persecución contra las organizaciones criminales. Es importante entender que en un país donde el conflicto armado ha estado íntimamente ligado a la economía ilegal de las drogas, el protagonismo lo ha tenido el sector defensa, privilegiando las respuestas de carácter represivo bajo la lógica de la lucha contrainsurgente. Este es el Estado de los bloques de búsqueda, del desmantelamiento de los grandes carteles, así como el de la captura y el abatimiento de importantes capos.
De otro lado se encuentra el Estado que ha tenido pocos avances en cambiar las condiciones que han facilitado que en distintos territorios emerjan y se reproduzcan organizaciones y economías criminales. Un Estado en construcción y profundamente desigual, con una periferia regulada por múltiples órdenes que le compiten por la distribución de los recursos, el uso de la fuerza, la imposición de normas y la tributación. En la periferia de esta periferia –como lo denomina J. Robinson– se concentran la violencia, la expropiación y el desplazamiento forzado[1]; también se asientan las zonas de cultivos ilícitos. Es ahí donde la manifestación del Estado es la aspersión, la erradicación y las estrategias contra la producción.
Estas dos caras del Estado giran teniendo como eje la definición de un “enemigo” que le da cohesión y que es identificado no como el síntoma, sino como la explicación de los problemas de la periferia. En Colombia, la presencia de guerrillas y criminales –narcotraficantes– ha sido señalada como la razón del atraso y el abandono; la perfecta excusa usada por las élites políticas para librarse de su responsabilidad. Está claro que las organizaciones armadas al margen de la ley han tenido su parte en la marginalización y deterioro de estos territorios; ellas han sido también el motivo y el pretexto de la debilidad el Estado.
En el medio de esta dualidad se encuentra un sistema de relaciones fluidas, con personajes cambiantes y élites locales que sacan ventaja de lo legal y lo ilegal. Es innegable que la corrupción y el clientelismo también forman parte del sistema político que ha apoyado la guerra frontal contra las drogas. En el conflictivo proceso de construcción del Estado –usando las palabras de Fernán E. González[2]– las organizaciones criminales también han sacado su parte, tomando ventaja de un sistema político estrecho, amañado y excluyente.
En la Colombia rural, el narcotráfico ha significado también el persistente atraso en las relaciones de producción, la disponibilidad de la violencia para resolver conflictos, la concentración de la gran propiedad y un perversa fuerza movilizadora para que regiones hasta ahora excluidas de la economía formal se integren por la vía de la ilegalidad[3]. Este paisaje de desgobierno es completado por la existencia de una sociedad fragmentada, en donde la autoridad está deslegitimada y la ley constantemente cuestionada.
Ante estos desafíos, el Estado colombiano ha sido un gigante con pies de barro, con el poder suficiente para reprimir las manifestaciones criminales que le desafían pero sin las capacidades para asentarse y quedarse en el territorio. Los cultivos de coca se concentran en sólo seis de los 32 departamentos y el 70% del área cultivada se concentra en solo el 10% de los aproximadamente 300 municipios productores, de los 1.123 que tiene Colombia. La característica común de estas zonas es que históricamente el Estado ha estado ausente y otros actores han asumido y cooptado buena parte de sus funciones.
Dada esta realidad, las respuestas al problema del narcotráfico desde la periferia rural se limitan a evitar que un puñado de grupos produzcan, exporten y vendan drogas. El verdadero desafío radica en integrar a esos “territorios fugitivos”[4] que han escapado de la regulación del Estado.
Los Acuerdos de La Habana: El Estado frente al espejo
La política de drogas no estuvo en discusión en la mesa de diálogos del Gobierno con las FARC. En La Habana la negociación se limitó a tres puntos: sustitución de cultivos, prevención del consumo y la salud pública, la solución al problema de producción y comercialización de narcóticos. En el acuerdo no se incluyeron grandes cambios o transformaciones. Sin embargo, al analizar lo pactado en su conjunto, el proceso de diálogo de las FARC sí constituye una oportunidad para que el Estado se mire al espejo y replantee la relación entre el centro y la periferia.
En cuanto a las FARC, el grupo guerrillero acepta (tímidamente) su relación con el narcotráfico –en función de la rebelión– y se compromete a contribuir “de manera efectiva… con la solución definitiva al problema de las drogas ilícitas”. Tal acuerdo no es un hecho menor, teniendo en cuenta que la mayor parte de los cultivos se encuentran en territorios controlados por esta guerrilla y que históricamente había negado su participación en esta economía ilegal.
Por el momento, los principales cuestionamientos se han dirigido a las FARC y a su verdadera intensión de desligarse del narcotráfico. Sin embargo, los interrogantes de fondo recaen en las capacidades institucionales del Estado para articularse y transformar estos territorios. Los acuerdos trazan una ruta para la sustitución de cultivos, mediante un proceso de planeación participativa que le apuesta a la construcción de abajo hacia arriba, con una agenda amplia de desarrollo agrario.
Asumir esta postura implica un giro en la manera como el país ha respondido a esta problemática y su relación con extensas zonas del país para quienes la imagen del Estado han sido las avionetas asperjando, los escuadrones erradicando o funcionarios de Bogotá otorgando subsidios con la condición de la no siembra. No hay que perder de vista que, de acuerdo con el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) de Naciones Unidas, el 95% de los cultivadores de coca nunca han recibido algún tipo de beneficio o subsidio del Estado para transitar hacia la legalidad.
Bajo estas condiciones, las medidas de carácter represivo son necesarias pero claramente insuficientes. El desafío para el Estado no solo consiste en “asfixiar” la presencia de los grupos criminales con intervenciones estratégicas e inteligentes, sino en oxigenar a las regiones con la presencia integral de las instituciones y el acceso a bienes públicos.
Preguntas para responder al narcotráfico desde la periferia
El fin de la confrontación armada en Colombia está íntimamente ligado a la capacidad del Estado de responder a múltiples economías criminales que se encuentran enquistadas en los territorios y especialmente a las transformaciones de las condiciones que han permitido su reproducción. Tomar seriamente esta afirmación implica responder al menos cuatro preguntas: ¿Cómo el Estado puede proveer bienes públicos en los márgenes de sus capacidades? ¿Cuál debería ser el desarrollo rural para las zonas cocaleras que se encuentran en la periferia del Estado? ¿Cómo delimitar la frontera agrícola y ordenar el territorio? ¿Cómo construir una nueva relación entre el Estado central y la periferia?
Un hecho real es que los cultivadores se encuentran en sitios apartados e inaccesibles, donde para el Estado es muy difícil llegar. Bajo estas condiciones, la oferta institucional difícilmente podrá asentarse donde está la coca, no al menos en el corto o mediano plazo. Desde la perspectiva del ordenamiento territorial, habrá que decidir si los esfuerzos se dirigen a redistribuir la tierra a través de la titulación, allí donde el país ha construido infraestructura y hay acceso a mercados o, llevar al Estado a la periferia de la periferia.
Es relevante no perder de vista que, como lo señala Alejandro Reyes, un tercio del área agropecuaria del país está subutilizada [5]. Mientras tanto, según el SIMCI, los cultivos de coca detectados en el censo de 2014 ocuparon el 0,04% del total de la tierra cultivable en Colombia. Buena parte de la población involucrada en los cultivos es flotante, no tiene títulos de propiedad y se encuentra en la informalidad. Teniendo en cuenta estas características, la sustitución basada en proyectos particulares y fragmentados resulta no solo insostenible sino inviable.
Para cerrar la brecha de bienes públicos e infraestructura, es fundamental abordar con pragmatismo el proceso de modernización del Estado, evitando el simplismo de los subsidios, así como el dogmatismo que ha acompañado las discusiones sobre la transformación del campo. Ni la titulación es la receta mágica para resolver los problemas del agro, ni la urbanización de la población rural la vía por la cual el país transitará al desarrollo.
Para hacer frente a estos desafíos el Ejecutivo debe comenzar por ordenar la casa. El primer paso es definir claramente las responsabilidades al interior del Estado, desplazando el centro de gravedad del Ministerio de Defensa a las instituciones que tienen la capacidad de intervenir en el desarrollo rural. El gobierno debe cambiar la lógica de asignar funciones a nuevas instancias conformadas en medio de anuncios y discursos, pero que no cuentan con capacidades ni recursos. La dispersión y duplicación de funciones va en contravía de la eficacia y la articulación del Estado.
Segundo, el Gobierno debe redefinir el presupuesto y su destinación. Por una parte, hay que romper la asentada práctica de que la mayoría del dinero se quede en la burocracia y los consultores, mientras que las comunidades afectadas reciben apoyo a cuenta gotas. De otro lado, es importante saber en qué y cómo invertir. Colombia tiene importantes lecciones en las experiencias de desarrollo alternativo, que deben ser tenidas en cuenta para no repetir los errores del pasado. La fórmula de subsidios a cambio de no siembra es insuficiente.
Tercero, la lógica de garrote-zanahoria esta agotada en los territorios. La erradicación está siendo resistida por las comunidades a lo largo del país. En medio del proceso de paz se han generado expectativas que han jalonado en parte el crecimiento de los cultivos de coca, lo cual ha sido facilitado por la ambivalencia en los mensajes del Gobierno y la falta de un liderazgo claro para hacer frente a este tema. El discurso de cambio en la política de drogas debe dar lugar a la ejecución y estar acorde a los hechos.
Es claro que sin la terminación del conflicto armado, la superación de estos problemas es inviable, de ahí la importancia del actual proceso con las FARC. En ausencia de la guerra el Estado tendrá que mirarse al espejo y reconocer sus limitaciones. Podría ser esta la oportunidad para avanzar en las reformas que han estado estancadas, a la sombra de un sistema político que ha tenido como coordenadas la confrontación bélica. Transitar por este camino, requiere poner fin a la guerra contra la drogas y cerrar las brechas entre el país urbano y las regiones que han soportado el peso de la confrontación armada y la exclusión.
La FIP y Open Democracy empezaron a publicar en diciembre de 2015 una serie de análisis y perspectivas sobre el postconflicto en Colombia. Lea también Lea también