Siempre he pensado que si para firmar la paz se hubiesen tomado en serio los informes de inteligencia, tanto la guerrilla como el gobierno salvadoreño jamás habrían firmado el acuerdo que acabó con la guerra civil de El Salvador en 1992. Algunos de los grupos guerrilleros que componían el FMLN pensaban que el acuerdo de paz no se cumpliría y que esto obligaría a realizar una nueva ofensiva militar, mientras sectores de la extrema derecha pensaban que el desarme de la insurgencia daría oportunidad para eliminar a la izquierda. Esto no se quedó solo en ideas, la guerrilla ocultó miles de armas y sectores de extrema derecha intentaron organizar un golpe de Estado y asesinaron a dos dirigentes de la izquierda y a un fiscal que había procesado a militares. Pese a estos hechos, la realidad pudo más que las intenciones y los miedos y el proceso de paz fue un éxito.
Colombia se acerca al final de un conflicto de medio siglo y esto inevitablemente genera tensiones que le dan credibilidad a teorías conspirativas sobre los peligros y riesgos del cambio que viene. Vender desconfianzas y dudas en temporada de incertidumbre es rentable para algunos. No hay posibilidades de pureza y perfección, toda transición es traumática y no existe final sin complicaciones.
En El Salvador algunos levantaron la consigna: “negociación es traición” y en Colombia está pasando algo parecido. El grado de ansiedad que se genera tanto en Bogotá como en La Habana no está relacionado con los debates técnicos u operacionales que rodean el proceso de paz, sino con el temor al cambio de escenario que traerá el fin de la guerra. Las posiciones extremas, con nexos presentes o pasados en el conflicto, tienen claro que este se encuentra en su momento final y que esto obligará a transitar a la política sin armas o a tener que hacer política sin el enemigo armado. Esto es difícil de asimilar después de 50 años.
La paz no se fundamenta en la confianza entre los enemigos, sino en la confianza en los acuerdos y en el contexto en que estos deberán cumplirse. Por lo tanto, lo más importante a la hora de firmar la paz no son las posibles intenciones que podamos atribuirle al contrario, sino el contexto sobre el cual el proceso marchará, ya que es esto lo que en última instancia determina la conducta de las partes.
El proceso de paz colombiano no surge por casualidad, sino porque hay un contexto interno e internacional que ha ido cerrando el espacio a proyectos extremistas de la izquierda y la derecha. No hay condiciones para una política basada en la intolerancia o el extermino de la izquierda, tampoco lo hay para proyectos revolucionarios izquierdistas y mucho menos para mantener la lucha armada. Imaginar una revolución socialista en Colombia es tan absurdo como imaginar una repetición del extermino que ocurrió con la Unión Patriótica.
Teniendo a cuenta los miedos señalados, las bandas criminales (Bacrim) se han convertido en el fantasma del paramilitarismo para el ELN y las FARC, no ven a estos grupos como un resultado marginal de la desmovilización de las autodefensas, sino como un plan premeditado contra ellos. En el otro extremo, los opositores al proceso ven el fantasma de una extrema izquierda que tomará las calles, derrumbará al gobierno y establecerá el socialismo bolivariano en Colombia. Estas dos visiones son exageraciones, sin base seria. Son bloqueos más emocionales que racionales.
El otro fantasma que genera miedos es la idea de que el final del conflicto traerá un aumento de la inseguridad para los ciudadanos, como ocurrió en Guatemala y El Salvador. El debate está en muchos detalles, pero todos derivan en tres temas: la inseguridad, el “castrochavismo” y el paramilitarismo.
¿Pasará en Colombia lo que pasó con la seguridad en Guatemala y El Salvador?
Todo proceso de pacificación supone el riesgo de transitar de la violencia organizada, que es la guerra, a la violencia anárquica, que es la actividad criminal. Es normal que esto ocurra temporalmente y en pequeña proporción, lo que no es normal es que ponga en jaque al Estado con niveles de violencia superiores o iguales a los de la guerra, como en los casos de Guatemala y El Salvador. La diferencia principal es que en esos dos países el Estado se debilitó mientras que en Colombia el Estado se ha fortalecido. Tanto en Guatemala como en El Salvador la paz se fundó en la idea del Estado mínimo porque ambos procesos coincidieron con medidas de ajuste estructural que redujeron dramáticamente las capacidades de prevención social y de coerción. Guatemala redujo sus fuerzas militares y abandonó territorios, esto produjo un vacío de poder que llenó el crimen organizado. En El Salvador, la idea de Estado mínimo en un país en posguerra provocó que un problema social de pandillas juveniles terminara convertido en un poderoso problema criminal. Ninguno de estos dos países había padecido en su historia una violencia delictiva de las proporciones actuales. Están enfrentando, sin recursos, un fenómeno desconocido para ambos que no supieron prever y que no saben como combatir.
En Guatemala no se realizó ninguna depuración ni reforma importante en las fuerzas militares y policiales, pero sí se realizó una extensa reducción de fuerzas sin programas que atendieran a miles de desmovilizados. La reducción de las fuerzas del Estado fue una operación de ajuste de presupuesto y no una transformación real del poder coercitivo. Siguiendo el manual del Estado mínimo, Guatemala privatizó la seguridad. Existen 149 empresas de seguridad que cuentan con más de 120.000 elementos, de los cuales 41.000 son legales, los restantes 80.000 son informales. Esto contrasta con una policía de solo 25.000 efectivos que al organizar sus turnos solo puede tener en las calles a 6.000. La privatización de la seguridad cambió las prioridades de la seguridad dejando comunidades y territorios sin protección y de esto surgió un vacío de poder.
Por otro lado, el resultado de reducir sin reformar y sin reinsertar a los desmovilizados se convirtió en una transferencia de hombres y capacidades al crimen organizado. Por ejemplo, militares desmovilizados de las fuerzas especiales de Guatemala, los llamados kaibiles, no solo se convirtieron en delincuentes en su propio país, sino que incluso fueron contratados por los carteles mexicanos para que enseñaran a decapitar, descuartizar y establecer el terror en México. Con lo dicho, queda claro que la inseguridad de Guatemala no guarda relación con el acuerdo de paz, sino con los graves errores cometidos en el postconflicto.
En El Salvador, las pandillas conocidas como “maras” comenzaron a tener presencia desde antes de que terminara la guerra. Son un fenómeno social resultado de la multiplicación de familias disfuncionales y comunidades desintegradas producto de la emigración al norte. Las deportaciones desde los Estados Unidos llevaron a El Salvador la cultura de pandillas y estas se multiplicaron rápidamente en las comunidades pobres sin nada que las contuviera.
Terminada la guerra hubo tres errores en secuencia que expandieron exponencialmente el problema. El primer error fue no haber hecho nada cuando el problema comenzaba en las escuelas y sólo entre los jóvenes, el segundo error fue aplicar planes represivos de mano dura con arrestos masivos frente a un problema que en ese momento era más social que criminal y, finalmente, el tercer error fue haber intentado una tregua cuando el problema era ya plenamente criminal. Por ese camino las “maras” terminaron convertidas en un poder fáctico que extorsiona masivamente y domina territorios urbanos y rurales. No hay números exactos, pero existen más de 12.000 pandilleros en las prisiones y se estiman más de 30.000 en las calles. Estos han colocado a El Salvador como el país más violento del mundo con una tasa de 104 homicidios por cada cien mil habitantes.
Las “maras” no tienen relación directa con el acuerdo de paz ni con exmilitares o exguerrilleros desmovilizados, se trata incluso de otra generación. Al igual que Guatemala, la inseguridad en El Salvador es el resultado de un mal manejo del postconflicto. Se trata de una catástrofe social provocada por la emigración de casi el 40% de la población y de un modelo económico que genera un desempleo estructural. El Salvador dejó de ser un país agrícola y ahora vive de exportar personas para recibir remesas que sirven para financiar la mitad de lo que se consume.
En el caso de Colombia las condiciones que llevan a la firma de la paz son totalmente distintas, entre otras razones porque el país ha padecido una violencia más prologada y compleja que incluye insurgencia y crimen. El proceso de paz es posible por el fortalecimiento del Estado, porque los grupos armados ilegales fueron debilitados y porque la fuerza pública se auto-reformó y logró legitimarse frente a la sociedad y ganar un gran reconocimiento social.
En Guatemala y El Salvador policías y militares estaban deslegitimados, no tenían reconocimiento social y por ello los acuerdos los afectaron con reducciones y depuraciones severas.
En Colombia, la sociedad y las instituciones conocen la potencia que puede cobrar la violencia criminal y tienen experiencia en prevenirla y combatirla. Nadie está proponiendo ni reducción de fuerzas, ni abandono de presencia del Estado en el territorio, al contrario, se reconoce el peligro que representa el vacío de autoridad en el postconflicto. Esto no implica que todo será perfecto, pero la sociedad, las fuerzas políticas y las instituciones conocen el riesgo de aumento de la violencia criminal. Por el contrario, en Guatemala y El Salvador, cuando se firmaron los acuerdos, nadie previó lo que está pasando ahora con la seguridad.
En Colombia la paz con las viejas insurgencias es un paso indispensable para mejorar la seguridad de todos los colombianos. Sin duda esta no será una tarea fácil debido a las décadas de ausencia de Estado y a la contaminación de los poderes y la política local con la delincuencia organizada. Sin embargo, el final del conflicto permitirá concentrar fuerzas materiales e intelectuales en el combate a los grupos criminales y en asegurar de manera integral el control del territorio.
¿De verdad es posible un régimen “castrochavista” en Colombia?
Este temor está fundado en la racha de gobiernos de izquierda que ganaron elecciones y han gobernado en la mayoría de países latinoamericanos en los últimos 15 años. En ese escenario se produjo la victoria de Hugo Chávez en Venezuela que, entre otras cosas, permitió prolongar la sobrevivencia del agotado régimen cubano. Hay que señalar que así como no todas las fuerzas de derecha son iguales, tampoco las de izquierda. Si la democracia y el libre mercado son respetados no tienen porque considerarse “peligros” los gobiernos de cualquier signo. Considerar peligro el riesgo de un mal gobierno es una manifestación de intolerancia, porque ese es un riesgo normal de la democracia. Malos gobiernos hay en todas partes y de todas las corrientes de pensamiento. Incluso el llamado “populismo” puede ser de izquierda o derecha. En ese sentido, la posibilidad de que en un futuro una coalición de izquierda democrática gane las elecciones presidenciales en Colombia no constituye un “peligro”. El peligro real es la posición antidemocrática de quienes intentan excluir a la izquierda del espectro político colombiano.
Pero para ir más a fondo en este tema, la idea de “peligro” viene de conferirle a las FARC y el ELN una capacidad que no tienen. Se piensa que podrían llegar al poder como cabeza de la izquierda y con ello renacería en Colombia la “revolución bolivariana castrochavista”. El principal dirigente opositor al proceso de paz afirmó en una entrevista al periódico El País de España que con el acuerdo “las FARC podrían terminar gobernando”. Desde el punto de vista democrático, que el ELN y las FARC, ya sin armas, puedan ganar elecciones no debe constituir problema, pero desde la realidad es algo imposible.
Hagamos una rápida comparación con la exguerrilla que ahora gobierna en El Salvador. Esta insurgencia, al momento de firmar el acuerdo de paz, contaba con más de 10.000 hombres armados, dominaba en una tercera parte del territorio, mantenía posiciones en la periferia de la capital, su estructura de mando estaba casi intacta, sus fuerzas podían llegar a cualquier parte del país y había neutralizado la guerra aérea mediante misiles portátiles tierra aire. El gobierno, por su parte, seguía teniendo el apoyo militar de Estados Unidos y dominaba con 60.000 hombres las principales ciudades. Sin embargo, las fuerzas de ambos bandos estaban por todo el país y en algunas ocasiones a pocos metros de distancia entre unas y otras.
No hace falta extenderse más para darse cuenta que la relación de fuerzas con la que se firmó el acuerdo en El Salvador es completamente distinta a la realidad que vive Colombia. El FMLN que firmó la paz era una coalición insurgente más plural, militarmente más fuerte y políticamente más legítima y representativa que las FARC y el ELN. En Colombia, la guerrilla está negociando con sus dirigentes envejecidos, con decenas de sus principales mandos muertos, con sus fuerzas severamente diezmadas e incapacitadas para alcanzar centros vitales, con reducción de sus dominios territoriales y con un rechazo político abrumador de los colombianos. La debilidad de los insurgentes colombianos es tan grande, que importantes sectores de la opinión pública preferirían su derrota militar a un acuerdo de paz. Es a partir de esta realidad que hay que imaginar el futuro político del ELN y las FARC.
Pese a las fortalezas que tenía la insurgencia de El Salvador, su desempeño político no fue tan fácil como parece. Sufrió tres derrotas consecutivas en elecciones presidenciales sin que sus electores crecieran de forma significativa. Desde la firma de la paz se produjeron siete escisiones en sus filas. En el 2009 ganó la elección con un candidato independiente de centro izquierda y fue hasta el 2014 que un exguerrillero ganó la elección presidencial en segunda vuelta por solo 6.000 votos de diferencia.
Muy a pesar de sus fortalezas y de las grandes transformaciones que logró en el acuerdo de paz, la exguerrilla salvadoreña necesitó 22 años para llegar al gobierno. Antes de eso debió pasar por un largo y tortuoso proceso de luchas internas, errores estratégicos y derrotas electorales que la empujaron al pragmatismo y realismo político. La transformación política para ser elegible duró el doble de tiempo que la guerra. Si esto ocurrió en El Salvador con una insurgencia fuerte, ¿qué se puede esperar del desempeño político futuro de las FARC y el ELN?, ¿cuántas crisis internas se producirán en sus filas?, ¿cuántos años les tomará transformarse para hacer política con pragmatismo?, ¿cuántas décadas les tomaría ganar alguna legitimidad en los electores?, ¿qué tan fácil será que acepten o sean aceptados como parte de una coalición de izquierdas?
Si partimos de que a los exguerrilleros salvadoreños les costó el doble de tiempo de guerra para transformarse políticamente, podemos suponer que a las FARC y el ELN bien podría tomarles un siglo.
Los retos políticos del ELN y las FARC en el postconflicto son gigantescos y sus capacidades enanas. Un ejemplo de mucha actualidad que deja claro esto último: Por La Habana pasaron el Papa Francisco y el presidente Obama, ambos con gran interés por la paz de Colombia. Sin embargo, las FARC ni siquiera vieron la oportunidad que perdieron. Siendo la credibilidad y la legitimidad política el componente vital para su reinserción y actividad futura, resulta obvio que acelerar las negociaciones y firmar un acuerdo, aunque fuera imperfecto, en presencia de cualquiera de estos personajes hubiese sido de una enorme rentabilidad para ellos. Era como ganar en un solo día décadas de trabajo político. Ni siquiera intentaron ser audaces, por el contrario, se mostraron orgullosos de haber dejado pasar la oportunidad. El valor estratégico de una foto de los dirigentes de las FARC firmando la paz con el Papa Francisco o el presidente Obama, resulta obvio para cualquier político normal, pero no para grupos como las FARC o el ELN.
Es sumamente importante entender las limitaciones que tienen estos grupos para adaptarse a la realidad para no caer en el error de exagerarles fortalezas y capacidades. Teniendo a cuenta lo anterior, la idea de que en Colombia puede resucitar el proyecto de Chávez que está agonizando en Venezuela o el modelo castrista que está transitando al capitalismo en Cuba, es un absurdo que no tiene ninguna base objetiva.
¿Son las Bacrim la reencarnación del paramilitarismo?
El expresidente César Gaviria me dijo en una ocasión que “la violencia una vez echa raíces cobra vida propia”. Es decir que, luego de medio siglo, no hay forma de que la violencia desaparezca de la noche a la mañana. En Colombia, la conexión entre política y crimen tiene viejas credenciales y nadie quedó virgen de esta relación que contaminó a políticos, empresarios, curas, periodistas, militares, policías, paramilitares y guerrilleros. En ese proceso, unos usaron los recursos del crimen y los otros aprendieron a usar el discurso de los políticos. Que resultado de la desmovilización de los paramilitares quedaran personas totalmente dedicadas a actividades criminales es indeseable, pero igual fue inevitable, y algo de esto podría ocurrir con integrantes de las FARC y el ELN.
La prolongación de un conflicto termina convirtiendo la violencia en un oficio por sí mismo sin conexión con los fines políticos iniciales. Por ese camino, la frontera entre crimen organizado y grupo político de izquierda o derecha termina borrada. El discurso ideológico termina sirviendo para justificar la violencia como forma de vida. No pocos de quienes se desmovilizan se enfrentan a la dura realidad de que no saben hacer otra cosa. Por ello algunos terminan dando el paso y se convierten en criminales. Por esta razón son tan importantes los programas de reinserción en el postconflicto.
Es fundamental entender lo anterior para no confundir la violencia residual que ha dejado la desmovilización del paramilitarismo en las Bacrim, con la idea de que el paramilitarismo ha renacido y se prepara para ser el instrumento que repita lo que ocurrió con la Unión Patriótica hace 30 años. La existencia de un aumento de la violencia contra líderes sociales es triste y lamentable, pero debe interpretarse como provocación y no como conspiración. La proximidad de la paz está desatando miedos en lugares donde la violencia política y criminal ha dominado durante décadas. La forma de resolver este problema no es paralizar o alargar el proceso de paz, sino mejorar las medidas de seguridad a las que tienen derecho los desmovilizados.
La idea de las FARC y el ELN de que las Bacrim son el renacimiento del paramilitarismo los coloca en una posición similar a la de los opositores al proceso de paz cuando hablan del peligro del “castrochavismo”. Ambos fenómenos, paramilitarismo y castrochavismo, son decadentes y están en fase política terminal. Las Bacrim son el resultado de la prolongada conexión entre política y crimen que sufrió Colombia. En ese sentido, el fin del conflicto tiene como propósito terminar de forma definitiva con esta perversa conexión, resolviendo vía negociaciones la violencia política para aislar y derrotar a la violencia criminal. Con los avances que ya se tienen con las FARC y la incorporación del ELN al proceso, el logro de un acuerdo de paz con ambos grupos permitiría cerrar para siempre la puerta a toda forma de justicia especial o transicional. Esto sería un progreso muy grande para que Colombia pueda alcanzar un verdadero Estado de Derecho.
Las premisas que le dan un contexto positivo al proceso de paz
El proceso de paz no es una ocurrencia ni un sueño. Es una oportunidad producto del alineamiento favorable de un conjunto de factores externos e internos que lo hacen posible. Entre estos podemos señalar los siguientes:
El fortalecimiento del Estado
El debilitamiento de los grupos violentos
El aislamiento social de la violencia
La atomización de la actividad criminal
La criminalización de la violencia política
El encadenamiento positivo de los gobiernos en los últimos 34 años
La existencia de un gobierno en el presente que tomó la oportunidad
Los éxitos electorales de la izquierda en toda América Latina
La crisis de los regímenes de Cuba y Venezuela
Las evidencias sobre la fortaleza del Estado colombiano son muchas. En crecimiento exponencial de la fuerza pública, despliegue de esta en el territorio, disminución drástica de la violencia, reducción de las violaciones a los derechos humanos, presencia del Estado en el territorio, disminución de la corrupción en las fuerzas de seguridad y mayor eficacia operacional de estas. Sin duda falta mucho, pero los progresos son considerables y han sido reconocidos por la comunidad internacional. Hace 30 años la violencia delictiva y política tenían un importante respaldo social. La gente puede dudar de que la paz sea posible, pero el rechazo social a la violencia, criminal o política, es ahora abrumador.
Sin el desmantelamiento de las grandes organizaciones criminales no sería posible el actual proceso de paz. Es cierto que persiste mucha actividad criminal, pero el haberla atomizado la eliminó como poder fáctico y le redujo considerablemente la capacidad que tenía de penetrar al Estado. En la medida que el Estado logró progresos en expulsar de las instituciones a los delincuentes que las habían penetrado, legitimó su derecho al monopolio de la fuerza. Esto se fortaleció aun más al negociar con los grupos guerrilleros que firmaron tempranamente la paz. El resultado de estos progresos fue la criminalización de la violencia política de las FARC, del ELN y de los paramilitares; la asociación de estos grupos con el narcotráfico les terminó restando credibilidad a las banderas políticas que sustentaban. Esto facilitó los procesos para debilitarlas, deslegitimarlas y empujarlas a su desmovilización. Era un imposible que un solo gobierno lograra todo lo descrito, pero a pesar de las diferencias, en 34 años, 9 gobiernos y 7 presidentes se encadenaron positivamente realizando cada uno tareas importantes que dieron base al siguiente para continuar. Así se construyó la oportunidad que el actual gobierno se decidió a tomar.
Las victorias electorales de la izquierda en elecciones municipales, parlamentarias y presidenciales en Argentina, Chile, Paraguay, Uruguay, Brasil, Bolivia, Ecuador, Perú, Venezuela, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, México, República Dominicana y en la propia Colombia, dejaron sin sustento la lucha armada del ELN y las FARC y convirtieron a estos grupos en un problema para toda la izquierda en el continente. Estos progresos democráticos han coincidido con la crisis terminal de los regímenes económicos y políticos de Cuba y Venezuela como modelos que alimentaban la idea de revoluciones radicales en grupos extremistas. Ambos regímenes han tenido que abocarse a atender sus propios problemas y esto ha facilitado el proceso de paz. Hay tres transiciones regionales en marcha: el final del régimen castrista, el final del régimen chavista y el final de la lucha armada en Colombia. Es en este contexto que marchará el postconflicto en Colombia.
El verdadero y mayor peligro para Colombia es la polarización
El Salvador fue el país que logró mayores progresos institucionales después de la guerra civil en el triángulo norte de Centroamérica. El acuerdo de paz incluyó reformas profundas al poder judicial y al sistema electoral. Las Fuerzas Armadas fueron depuradas y reducidas, las policías fueron disueltas y se fundó una nueva de carácter civil con participación de exmilitares y exguerrilleros. Sin embargo, la competencia política partidaria en la posguerra se convirtió en una extensión de la polarización extrema que había vivido el país durante el conflicto. Esto generó una persistente crisis de gobernabilidad que se ha mantenido durante 24 años.
Los partidos Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) escogieron polarizar para darse ventajas políticas. No se produjo una competencia por el centro, sino una lucha desde los extremos. El eje estratégico de la derecha fue el miedo y el de la izquierda fue el odio antisistema. De esa forma se estableció un juego en el cual “entre peor fuera la oposición era mejor para el gobierno” y como contrapartida “entre peor le fuera al gobierno era mejor para la oposición”.
La derecha estableció que tener una oposición extremista le permitía usar el miedo para preservar el gobierno. Por su parte, la izquierda se aseguró la hegemonía en el bando opositor manteniendo la retórica revolucionaria antisistema. Los resultados de la polarización han sido desastrosos para El Salvador, los partidos perdieron capacidad para negociar y pactar políticas de interés nacional. Su estrategia es el sabotaje mutuo. Dado que la polarización apuesta a las emociones y no a la razón se produjo un deterioro severo en la calidad de la clase política. La moderación, el conocimiento, la inteligencia y la capacidad para resolver problemas fueron excluidos de los partidos y, así, el activismo y el oportunismo terminaron teniendo preeminencia en la política. La justicia se ha politizando y todos los problemas del país se han agravado. La crisis de seguridad actual generada por las “maras” no está relacionada con la guerra, sino con la polarización de la posguerra que también ha impedido resolver los problemas de crecimiento económico y empleo.
Colombia va por el camino correcto en cuanto al proceso de paz que a estas alturas es irreversible. Los mayores riesgos se están trasladando ahora al postconflicto, dentro de estos, la polarización extrema es el mayor peligro. El país cuenta con una clase política ilustrada, con tecnócratas bien formados y políticos habilidosos para negociar. Sin embargo, existe una asimetría entre Bogotá y la política local donde la violencia política y criminal ha dejado agravios severos que pueden darle mucha fuerza al odio y al miedo como valores del sistema. Los debates sobre los acuerdos exagerando los peligros, las desconfianzas y las dudas son parte de una polarización que está empezando a cobrar fuerza. Colombia debe tener muy en cuenta el ejemplo de El Salvador donde la creencia de que polarizar era útil para ganar terminó llevando a todos a perder.