El crecimiento de los cultivos de amapola, vinculado al tráfico de heroína con destino a los Estados Unidos, ha sido parte del debate sobre seguridad previo a las elecciones presidenciales en México. Según las Naciones Unidas, el país es el tercer mayor productor a nivel mundial, luego de Afganistán y Myanmar (donde también se registraron ascensos). Según la Secretaría de la Defensa Nacional, en 2017 los militares reportaron el hallazgo de 28,221 hectáreas sembradas con amapola, un repunte en comparación con las 22,235 hectáreas de 2016. Este crecimiento se ha dado a la par del alza en los niveles de violencia en las zonas de cultivos y la competencia de múltiples estructuras criminales por el control del negocio.
La expansión de cultivos ilícitos no es una preocupación exclusiva de México. En Afganistán, un reciente informe de las Naciones Unidas señaló que los cultivos de adormidera pasaron de 201.000 hectáreas en 2016, a 328,000 en 2017. En cuanto a la producción de coca, en 2017 Colombia habría registrado un ascenso notable en el número de hectáreas, superando las 180,000 (40,000 más que en 2016). Para cada caso no hay una única explicación sobre el crecimiento, aunque sí varios rasgos comunes que contribuyen a entender el surgimiento y la expansión de los cultivos ilícitos.
Aunque la preocupación principal suele dirigirse al aumento en el número de hectáreas, éste es un indicador insuficiente para entender la dinámica de los cultivos y sus verdaderos impactos. Las zonas que desarrollan una dependencia con los cultivos ilícitos suelen ser caracterizadas por bajos niveles de presencia efectiva del Estado, con una limitada provisión de bienes y servicios, bajos niveles de inserción a la economía legal, alta vulnerabilidad social y falta de control por parte del gobierno. Muestra de ellos son los casos de Afganistán, México y Colombia, donde el problema de los cultivos no solo es un asunto que afecta la seguridad, sino que está íntimamente ligado al desarrollo.
Si bien hay un reconocimiento creciente de esta situación, los esfuerzos se siguen dirigiendo a afectar la oferta —a través de la destrucción de los cultivos—, con la expectativa de tener un impacto negativo en la demanda, a través del aumento sostenido en los precios y la reducción en el consumo de drogas (una meta que, dicho sea de paso, rara vez se ha conseguido).
Las medidas aplicadas en los distintos países no tienen grandes variaciones. Por un lado se encuentra la erradicación forzada, con operaciones de aspersión área y erradicación manual; por el otro, los programas de sustitución de cultivos ilícitos, que implican una participación activa de comunidades que se comprometen a hacer el tránsito hacia una economía legal con el apoyo del Estado.
Hay un debate abierto sobre cuáles de estas alternativas son las más efectivas y cuáles son sus impactos. En este artículo buscamos contribuir a esta discusión, señalando lo que sabemos —y no sabemos— sobre las respuestas para hacer frente a los cultivos ilícitos, a partir de la escasa literatura y evidencia disponible.
1. La erradicación forzada puede tener efectos en el corto plazo, pero estos suelen no ser sostenibles en el largo plazo. La aspersión aérea y la erradicación forzada tienen un efecto inmediato en la disminución de cultivos; sin embargo, en el mediano plazo, esta baja suele ser revertida con la aparición de nuevos cultivos. Para conseguir un descenso significativo, se requiere de una intervención de gran escala, con un balance costo-beneficio desfavorable.
2. Los efectos de la erradicación forzada tienden a recaer sobre los cultivadores, quienes absorben los costos de las acciones realizadas por el gobierno. Los cultivos ilícitos generalmente funcionan como un monopsonio, bajo el control de una organización criminal que define el precio, independientemente de la oferta. Esta situación lleva a que los costos de la erradicación recaigan sobre los campesinos, mientras que las facciones criminales conservan suficiente margen de ganancia para mitigar el impacto de las acciones del Estado.
3. La erradicación forzada tiende a tener rendimientos decrecientes, debido a la resiembra y a la reubicación de los cultivos. La erradicación forzada se limita a levantar las plantas sin cambiar las condiciones de base que facilitaron el surgimiento y crecimiento de los cultivos, lo cual requiere de la intervención integral del Estado. Esta situación lleva a que los cultivos vuelvan a aparecer al cabo del tiempo (con niveles de resiembra que rondan el 40% en el caso de Colombia), o se reubiquen en zonas de difícil acceso (lo que se conoce como el “Efecto Globo”).
4. En contexto de alta movilización social y alta presencia de organizaciones criminales, la erradicación manual es poco viable. La erradicación forzada requiere unas condiciones mínimas de seguridad en el territorio, con un despliegue policial y militar que proteja al personal y las aeronaves (en el caso de la aspersión) en zonas altamente vulnerables. Las comunidades organizadas pueden impedir la destrucción de los plantíos a través de bloqueos, con el riesgo de generar enfrentamientos con las fuerzas del Estado.
5. La sustitución de cultivos tiene mayores efectos en el largo plazo, pero exige de mayores recursos y tiempo. Los programas de sustitución, acompañados con asistencia técnica, tienen un impacto significativo en la reducción de cultivos ilícitos. Diferentes programas de desarrollo alternativo y de consolidación territorial han mostrado resultados positivos en el mediano y largo plazo, pero suelen no generar bajas inmediatas y funcionan en escalas limitadas.
6. Medidas como la formalización y acceso a la propiedad de la tierra tienen un efecto positivo en la disminución de los cultivos ilícitos. Durante el Plan Colombia, los municipios que obtuvieron mayor éxito en la disminución de cultivos fueron aquellos que tuvieron un mayor nivel de formalización o titulación de la tierra (la formalización de un hectárea adicional se asocia con una disminución de aproximadamente 1.4 hectáreas destinadas a la coca). Además de los incentivos micro-económicos, la formalización de la propiedad funciona como una herramienta de disuasión, aumentando los costos de siembra y los riesgos de tener cultivos ilícitos.
7. Existen pocas pruebas de que las acciones de erradicación o interdicción tengan algún efecto sostenible en los mercados de distribución. La evidencia no permite señalar que la reducción de la oferta tenga impactos directos en la demanda, en el nivel de pureza de las sustacias psicoactivas o en los precios del mercado final. En el mejor de los casos pueden producir perturbaciones transitorias, sin un efecto sostenible. Bajo este marco, las medidas para responder a los cultivos ilícitos tienen que ver más con el fortalecimiento del Estado y la integración de territorios aislados, que con la reducción de oferta de drogas ilegales.
La evidencia señala que para tener una respuesta efectiva y sostenible a los cultivos ilícitos, se requiere de una base institucional mínima que fortalezca la presencia del Estado, de incentivos para que los campesinos abandonen esta actividad, de una respuesta diferenciada para los distintos eslabones de la cadena (con alternativas económicas para los más débiles), y de intervenciones acopladas a las características de cada territorio. No se trata de escoger entre el garrote y la zanahoria, sino de tener una respuesta articulada que sea capaz de conectar la seguridad y el desarrollo.
Dentro de las alternativas que están sobre la mesa también se encuentra la regulación de las drogas ilegales y el uso lícito de las plantaciones. Los avances en este campo se limitan a la marihuana, en cuya producción y comercialización predominan las empresas con condiciones desfavorables para los pequeños cultivadores (incluso en los EE.UU). En México se ha planteado la producción legal de amapola para fines medicinales, una alternativa que parece poco viable bajo las actuales condiciones, teniendo en cuenta la sobreoferta global así como las condiciones institucionales requeridas para este cambio. La tarea de hacer de esta propuesta una opción viable y favorable para los campesinos sigue pendiente.
El contexto mexicano nos muestra que, en lo que tiene que ver con la amapola, el impacto mayor lo está teniendo la irrupción del fentanilo. Se trata de un opioide sintético 50 veces más potente que la heroína que está golpeando el precio del kilo de goma de opio en las zonas productoras. Con la marihuana, por su parte, a medida que avanza la legalización con fines recreativos en los EE.UU, la industria ilegal va perdiendo terreno. Esto no quiere decir que la producción ilegal en México vaya a desaparecer de un día a otro, pero sí advierte de transiciones que cambiarán las condiciones en las zonas dependientes de los cultivos ilícitos.
Dada esta realidad, es sensato plantear el debate sobre alternativas legales para los pequeños cultivadores, no solo desde la reducción de la oferta, sino desde una perspectiva humanitaria enfocada en el desarrollo y la reducción de la pobreza. La erradicación de los cultivos sin la aplicación de ninguna otra medida complementaria, no solo es una manera ineficiente de invertir los recursos, sino una vía para prolongar la industria ilegal de las drogas. El próximo presidente de México tendrá que decidir si continuar con una fórmula que no ha dado resultados o arriesgar a implementar una solución de fondo. Aceptémoslo de una vez: el problema no son las matas, sino la ausencia de un Estado que funcione.