Entre los numerosos desafíos que supone para la región el actual contexto migratorio, agudizado por la crisis política tras las elecciones en Venezuela, la trata de personas, especialmente la que se hace para la explotación sexual de mujeres, niños, niñas y adolescentes migrantes, debería convocar nuestra atención como una crisis alarmante.
Este delito se presenta con mayor intensidad en zonas fronterizas, pero afecta en términos generales a migrantes en situaciones precarias. Las cifras de este año sobre trata de personas evidencian que este problema necesita atención urgente tanto en protección como en prevención. Del total, el 74% de casos se asocia a explotación sexual.
En Colombia, la trata de personas está relacionada con la explotación sexual como su principal objetivo, seguido de la servidumbre, el matrimonio servil y los trabajos forzados. Según el Ministerio del Interior, en 2023 se registraron 264 denuncias de trata de personas, la cifra más alta de este delito en los últimos 15 años, con las mujeres como las principales víctimas. Para el mismo periodo, se reportaron 255 víctimas de tráfico de migrantes que, si bien es un delito diferente, pone a las personas en situación de vulnerabilidad y alto riesgo frente a la trata de personas.
El diagnóstico sobre este delito que realizó la OIM en 2020 en contextos humanitarios en toda la región, advertía sobre su aumento entre la población migrante, debido a las inequidades socioeconómicas y de género que enfrentan las personas refugiadas y migrantes en situación de vulnerabilidad. Así lo confirman las cifras más recientes del Ministerio del Interior (2022): Colombia (63%) y Venezuela (32%) son los principales países de origen de víctimas de trata de personas en la región.
Colombia, en particular, se ha convertido en un punto de origen, tránsito y destino para las redes de trata de personas. El departamento con mayor número de víctimas es Norte de Santander con 44 casos en 2023, lo que representa el 17% del total.
La vulnerabilidad económica
Un estudio del Observatorio de Mujeres y Equidad de Género, realizado el año pasado en varias ciudades del país, encontró que el 33,1% de las mujeres venezolanas encuestadas, a pesar de tener educación superior, consideran que, bajo las condiciones laborales actuales, “las actividades sexuales pagas” son más rentables que otras. El 23,7%, por su parte, afirmó que es la única opción que tienen y el 20,2% acepta que se ven obligadas a hacerlo.
Estas mujeres se enfrentan, en muchos casos, a la ausencia de redes de apoyo y al cuidado de hijos y familiares, lo que hace aún más difícil alcanzar una estabilidad económica y social. Esta precaria situación las pone en riesgo de explotación sexual.
Entre 2018 y marzo de 2023, el país registró 147 migrantes venezolanas como víctimas de explotación sexual. El subregistro de este delito es evidente, pues existen entramados complejos que, incluso, involucran a organizaciones criminales para su ocultamiento. El subregistro también pasa por otros factores, como el desconocimiento de los derechos de las mujeres y de las rutas de atención, la vulnerabilidad económica, la naturalización de la explotación sexual a través de lo que se denomina “servicios sexuales pagos” y el miedo a denunciar.
Al mismo tiempo, se percibe una desconfianza generalizada en las instituciones. Persiste la creencia de que denunciar es inútil y que las autoridades no responderán de manera efectiva. Esta percepción es aún más profunda entre la población migrante que a menudo enfrenta obstáculos adicionales para acceder a derechos en los países de tránsito o receptores.
Los tentáculos del crimen organizado
Por ser territorios de frontera, Norte de Santander y su capital, Cúcuta, registran flujos migratorios dinámicos. Sin embargo, Cúcuta y su área metropolitana cuentan con una oferta limitada en garantías de seguridad, empleo formal y educación. Esto aumenta las desigualdades y brechas para los migrantes que llegan al país, especialmente para las mujeres, quienes enfrentan más obstáculos para acceder a derechos fundamentales.
La mayoría de la población migrante en la región está actualmente en situación regular, pero esto no les garantiza el acceso a un trabajo formal y estable. Por ello, independientemente de su estatus migratorio, la economía informal es donde las mujeres tienen más oportunidades laborales, así como una proporción considerable de niños, niñas y adolescentes.
Esta situación de vulnerabilidad ha sido aprovechada por las redes de trata de personas en Norte de Santander, encabezadas por el Tren de Aragua en asocio con otros grupos del crimen organizado, que expandieron su alcance regional durante los años de cierre de la frontera colombo-venezolana. Estas redes controlan los lugares de hospedaje donde se aloja la población migrante e inducen a las mujeres a la explotación sexual para saldar sus deudas.
Cabe resaltar que la explotación sexual incluye prácticas en “casas webcam” que han aumentado de manera exponencial en Cúcuta para explotar, sobre todo, a las mujeres.
Preocupa que hasta las lideresas que brindan apoyo a mujeres en riesgo han sido amenazadas. Se suma que el año pasado se clausuró el Centro de Atención Sanitario Transitorio (CAS) en Los Patios, un municipio cercano a Cúcuta. El CAS se había posicionado como un espacio de atención efectiva a problemáticas como la explotación laboral, trata de menores de edad, xenofobia y esclavitud sexual.
Su cierre dejó a las mujeres migrantes sin una ruta de atención que les era cercana y con desconfianza frente a otras. Por ello, urge que las instituciones locales y nacionales diseñen un plan de contingencia que mitigue el impacto causado por este cierre.
El rol del Estado y la sociedad
En Colombia existe un marco normativo que abarca sanciones penales para la explotación sexual, la inducción a la prostitución y la trata de personas con fines de explotación sexual. Este marco debe aplicarse de forma eficiente a los explotadores, pero aún más importante e indispensable es la sanción social, que parte de transformar el imaginario en el que el deseo, el cuerpo, la dignidad y los derechos de las mujeres pueden ser transaccionados en el mercado para consumo de los hombres bajo eufemismos como “oficio”, “trabajo” y “actividades sexuales pagas”.
En el caso de la población venezolana se suma la xenofobia que conduce, en muchos casos, a que las mismas instituciones no atiendan con suficiencia el riesgo de trata y explotación de las mujeres migrantes.
En materia de regularización jurídica se debe considerar la implementación de mecanismos de refugio que protejan a las mujeres migrantes que lo soliciten y les permitan acceder a empleos formales. Esto evitaría que renuncien a su condición de refugio y reduzcan sus opciones laborales a trabajos informales y precarios.
También es necesario continuar desarrollando mecanismos de regularización para aquellas mujeres que lleguen en el corto plazo al país. Esto no garantiza que puedan acceder al trabajo de manera instantánea, pero sí les proporcionaría un estatus de seguridad y posibilidades que no tienen al ser irregulares.
La participación de la sociedad civil para prevenir la trata de personas en los comités municipales, distritales y gubernamentales ha sido un avance significativo. Sin embargo, hay que garantizar su operatividad con un presupuesto adecuado, así como articular los planes de lucha contra la trata con otras políticas públicas.
También hay avances en la lucha contra la trata transfronteriza, como la Mesa de la Triple Frontera Amazónica Brasil-Colombia-Perú, pero esta estrategia necesita seguir sumando esfuerzos para que avance su reactivación como parte de la política exterior colombiana y pueda replicarse en otras zonas fronterizas como Cúcuta y el Darién.
Desarticular las estructuras criminales que participan de este delito se ha vuelto cada vez más complejo debido a la sofisticada colaboración entre diferentes actores delictivos y el uso del ciberespacio. Se recomienda endurecer las penas, considerando que, en Colombia, la condena promedio es de apenas 13 años de prisión.
Vale la pena también insistir en la necesidad de establecer una articulación efectiva entre las instituciones gubernamentales y las organizaciones de la sociedad civil de base migrante, así como incluir a las víctimas, para fortalecer las respuestas ante la trata, promover la protección de los derechos humanos, las políticas migratorias interseccionales y garantizar una mayor eficacia en las acciones de prevención e intervención.