Según el monitoreo de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito sobre cultivos de coca, durante un poco más de 10 años (2000-2013) el Estado colombiano logró reducir y contener la tendencia a su aumento, y durante los siguientes 10 (2013-2023) esta se revirtió totalmente hasta picos históricos de cultivos en 2023: 253.000 hectáreas y 2.600 toneladas de cocaína.
Este aumento no solo se debe a los resultados de la política de drogas en el país: está ocurriendo también en Perú y Bolivia; incluso, en otros países de Latinoamérica se están encontrando nuevos cultivos. En cuanto al uso de drogas, en los últimos 10 años aumentó en un 20%, y el de cocaína se estabilizó en Estados Unidos y está en auge en Europa, África y Australia.
A continuación se presentan algunas de las limitaciones y retos en la acción del Estado frente al objetivo de reducir la cadena del narcotráfico y sus profundos impactos en el país.
La política antidrogas: indicadores sin resultados reales
Los datos muestran, con matices, que la política antidrogas en Colombia –y el mundo– no ha logrado reducir esta economía ilegal. Esos datos provienen, principalmente, de dos indicadores anuales: hectáreas cultivadas con coca y potencial de producción de toneladas de cocaína.
Además de estos dos indicadores, desde hace cerca de 30 años los resultados de la política se han medido de acuerdo con acciones operativas de la Fuerza Pública como hectáreas erradicadas; incautaciones de semillas, plantas para producir drogas y todos sus productos derivados; de las sustancias químicas para transformarlas; laboratorios desmantelados para la producción de base, pasta y cocaína; decomisos en calle; traficantes capturados o judicializados y extraditados.
Así, los éxitos se han medido esencialmente con indicadores de gestión, que se convirtieron en sus objetivos. Por eso, aparte de conocer el aumento o disminución en hectáreas de coca, no sabemos cómo la cuantiosa inversión del Estado durante varias décadas en erradicar, incautar, destruir laboratorios, capturar y extraditar afecta el entramado de la cadena del narcotráfico, ni sus impactos, positivos y negativos en la cotidianidad del país, los territorios y la ciudadanía.
A pesar de que las acciones para el desarrollo territorial enfocadas en comunidades cultivadoras han ganado espacio en la política y en la agenda pública nacional e internacional, el gobierno de Estados Unidos y la comunidad internacional nos siguen midiendo de acuerdo con los indicadores mencionados, y nuestros gobiernos continúan midiéndose así a sí mismos y ante la opinión pública.
Esta forma de medir y calificar el compromiso gubernamental, respaldada por la ideología global de la lucha contra las drogas, nos ha condenado a insistir en las mismas acciones a pesar de la falta de resultados. Uno de los argumentos para refutar la idea del fracaso de la política -medida con base en la reducción de cultivos y de producción de cocaína- es que no todos los gobiernos han cumplido y mantenido estos esfuerzos.
Los datos muestran (Gráfico 1) que es cierto que no todos los gobiernos han mantenido estos esfuerzos al mismo nivel, pero parten del supuesto de que para alcanzar un nivel aceptable de cultivos o, utópicamente, llegar a cero, tendríamos que mantener y, posiblemente, aumentar a perpetuidad estas acciones, que, conviene resaltar, no han dado los resultados perseguidos.

Lograr que todos los gobiernos se comprometan con mantener estos esfuerzos es imposible. En los últimos años, ajustes por los cambios de gobierno, decisiones judiciales, el Acuerdo de Paz (noviembre de 2016), movilizaciones sociales, la situación fiscal, el apoyo de la cooperación y distintas visiones de la política de drogas han impedido mantener estos indicadores al mismo nivel. Además, la experiencia, aunque no haya sido documentada, muestra que quienes están vinculados a la cadena del narcotráfico se adaptan pronto a las acciones de interdicción, haciéndolas eventualmente inefectivas.
En cuanto a los otros indicadores de acciones que buscan impactar la producción y el tráfico de drogas, no hay forma de saber para qué sirven. Un ejemplo son las incautaciones de cocaína, cuyo objetivo es aumentar los riesgos y reducir la disponibilidad con la meta de desincentivar el tráfico. Con este indicador solo sabemos cuántas toneladas se incautan y una operación matemática simple entre la cantidad producida y la incautada determina cuánta cocaína se les quitó potencialmente a los traficantes.
Este dato no dice nada sobre el efecto de las incautaciones en la disponibilidad de la cocaína o de cualquier otro factor que pueda afectar el narcotráfico o mejorar la situación de los territorios en donde se cultiva coca, se produce cocaína o esta transita hacia las fronteras. No hay cálculos sobre el impacto de las incautaciones o las otras acciones para reducir la producción y el tráfico de cocaína.
Además, estos indicadores no motivan la medición del impacto de las acciones. Por eso, no contamos con información actualizada sobre las dinámicas transnacionales o regionales del narcotráfico. Llama la atención que, a pesar de ser este el fenómeno que mayor atención ha recibido en nuestra historia, no se cuente con sistemas de información y de monitoreo de asuntos relacionados con él.
Un ejemplo para ilustrar: la recesión reciente en los precios y dinámica de compra de la hoja de coca y sus derivados, denominada “la crisis de la coca” (2021-2024), tomó por sorpresa al Gobierno y a analistas, principalmente por la ausencia de, entre otros, un monitoreo periódico de precios, de los contextos territoriales y de nuevas dinámicas del narcotráfico relacionadas con la reconfiguración de estructuras armadas y criminales después del Acuerdo de Paz.
Hoy, después de casi superada esa crisis, solo contamos con información anecdótica sobre sus efectos en el aumento de la minería ilegal de oro y de carbón, en la ganadería, en el microtráfico o en la inseguridad alimentaria. Tampoco sabemos si esta crisis, en la que las familias productoras se vieron obligadas a acudir a otras economías legales e ilegales, cambió de alguna forma su relación con la economía de la coca.
Otro asunto clave es la ausencia de información sobre los cultivos de marihuana y de amapola, que, aunque áreas más pequeñas, son también fuente del tráfico de drogas doméstico y global, con dinámicas criminales e impactos sociales que no se miden ni políticas para atender a las comunidades involucradas.
Una política de drogas sin estrategia y lejos de la política de seguridad
Aparte de conocer los resultados operativos de la Fuerza Pública y de las familias involucradas en programas de sustitución –cuando los hay–, no se observa una estrategia para reducir la cadena del narcotráfico y sus impactos, que incluya objetivos e indicadores a corto, mediano y largo plazo; áreas geográficas focalizadas con criterios claros; definición de capacidades existentes y necesarias; planes estratégicos; y competencias específicas para los sectores.
Tampoco se ve con claridad cómo se integran estratégicamente las acciones operativas de la política de drogas con las metas de la política de seguridad –sin hablar de la justicia, el ambiente y el desarrollo rural–, que deben confluir en algunos de sus objetivos. Y es necesario tener una aproximación territorial diferenciada, dado que en cada subregión las dinámicas y los efectos del narcotráfico y de su relación con el accionar de los grupos armados y criminales son diferentes.
La existencia de un solo objetivo en la política de drogas –reducir el número de hectáreas con coca– puede ser parte del por qué esta no se integra efectivamente con otras y por qué no hay incentivos para conocer sus resultados e impactos, aparte de cumplir mecánicamente objetivos operativos para satisfacer obligaciones internacionales.
De los gobiernos de este siglo, solo en el del presidente Álvaro Uribe (2002-2010) se identifica una estrategia para acabar con los cultivos de coca, la producción y el tráfico de cocaína y la presencia de grupos armados (ver Gráfico 2). Pero es importante destacar que esta estrategia generó fuertes cuestionamientos a sus efectos negativos en las comunidades, los derechos humanos y el ambiente.

(In)capacidades del Estado e incumplimiento de compromisos
Por otra parte, el compromiso reiterado de los gobiernos de reducir los cultivos y el tráfico y generar desarrollo en los territorios con cultivos de uso ilícito no ha tenido en cuenta las capacidades del Estado para alcanzar estos logros.
Por eso, la implementación se retrasa y entorpece ante la ausencia de una planeación juiciosa y estratégica a la luz de lo que el Estado puede lograr. Reconocer y comprender esta realidad estructural implica tener en cuenta, al menos, cinco asuntos: las limitaciones de sobrecargar la implementación de programas al Gobierno nacional sin incluir la acción de los gobiernos territoriales; la complejidad de la burocracia, que dificulta y retrasa significativamente la gestión administrativa; las vigencias de los gobiernos, que obligan a planear máximo a tres años; el clientelismo político en la gestión pública y la corrupción que malgastan los recursos, limitados, corrompe la noción del servicio público y entorpece las acciones del Estado.
Con un reto tan grande como el de enfrentar o reducir el narcotráfico, el fortalecimiento y construcción de capacidades del Estado debe ser uno de los objetivos de la política.
Drogas y otras economías ilícitas: poco conocimiento y sin estrategia
El narcotráfico es parte de un gran ecosistema criminal: un gran árbol en un gran bosque. Desde hace varios años se está llamando la atención sobre el entramado de economías ilegales que convergen en varios territorios rurales y urbanos, y la necesidad de abordarlos de forma integral.
La minería ilegal, el contrabando, el tráfico y la trata de personas, los delitos ambientales, la expropiación de tierras, la ganadería, la extorsión, el secuestro, el uso ilegal de recursos públicos, entre otras muchas actividades se entrelazan para legalizar rentas ilegales y capturar sectores sociales, económicos, políticos y a la Fuerza Pública de formas y con impactos diferentes en varios territorios, en detrimento de la seguridad de las poblaciones y de las economías lícitas. De estas otras economías ilegales, la relación entre ellas y con el narcotráfico sabemos poco.
En el informe de 2022 Colombia: Explotación de oro de aluvión se reportaron más de 69.000 hectáreas de explotación ilícita en trece departamentos, que coinciden en más del 40% con áreas cultivadas con coca. Casi el 50% de esa explotación de oro ocurre en áreas de importancia ambiental, al igual que los cultivos de coca, lo que instrumentaliza las figuras de ordenamiento territorial con efectos ambientales y el aumento de conflictos sociales.
De la minería ilegal de carbón, coltán u otros minerales y de otras economías ilegales no hay información que permita caracterizar sus dinámicas territoriales ni su relación con el narcotráfico. Cada una de ellas requiere de estrategias particulares pero su confluencia en territorios específicos obliga al Estado a actuar de forma estratégica frente todo el ecosistema criminal.
Hace falta definir asimismo los objetivos para reducir los impactos de las economías ilegales en los territorios, una estrategia detallada para áreas a las que el Estado esté en la capacidad de llegar, seleccionadas con criterios claros. Si la política de drogas continúa siendo un listado de resultados operativos de la Fuerza Pública, seguiremos mirando un árbol y no el bosque.