Con la firma del Acuerdo de Paz, Colombia entró en una nueva fase del conflicto armado y, en general, en un contexto de transición caracterizado por la continuidad del crimen organizado, de algunos grupos guerrilleros y de otro tipo de expresiones armadas que se han hecho más visibles o que se están formando. Esto, sin duda, es una amenaza importante para la consolidación de la paz en muchos territorios.
Desde hace un año, la Fundación Ideas para la Paz (FIP) decidió recorrer las regiones más golpeadas por estas violencias para hacer una radiografía que creemos necesaria. El resultado es el informe titulado Crimen organizado y saboteadores armados en tiempos de transición, que hace un esfuerzo por dimensionar y entender las diversas estructuras criminales y armadas que hoy existen en el país y aquellas que se están formando: desde las grandes como el Clan del Golfo hasta las redes más pequeñas que operan en lo local.
“Esta radiografía nos permite visibilizar las enormes diferencias entre grupos y su presencia en los territorios, así como su fragmentación. De igual forma, nos permite entender que el fenómeno del crimen organizado se concentra cada vez más en lo local y esto es esencial para poder diseñar políticas públicas acertadas”, dice María Victoria Llorente, directora de la FIP.
La Fundación se aparta de la discusión sobre si el crimen organizado y demás saboteadores armados se enmarcan en la categoría del “paramilitarismo” o si se trata solo de un fenómeno criminal sin ningún arraigo político y social. “Esa discusión no permite avanzar. Lo que nosotros encontramos es una realidad mucho más matizada y una clara superposición entre elementos legados del conflicto armado y otros que son claramente del crimen organizado”, agrega Llorente.
Para Eduardo Álvarez Vanegas, director del área de Dinámicas del Conflicto de la FIP, “este estudio también invita a pensar en los rasgos, variaciones y trayectorias que siguen los grupos que se desactivan, como las FARC, en términos de lo que ocurrirá con sus disidencias”. En el caso del ELN, en algunas regiones parece estar más cohesionado que en otras. “El caso de Iscuandé, en Nariño, es claro: allí el ELN combate una disidencia elena, mientras que en otras regiones del país parecen mantener un pie de fuerza estable y un apoyo social muy amplio como en el Bajo Cauca antioqueño”, añade Álvarez.
¿Cuál es el tamaño del crimen organizado?
En Colombia es muy difícil saber con exactitud de qué tamaño es el crimen organizado. El informe señala por lo menos cinco razones que explican esa dificultad.
Una de ellas tiene que ver con la falta de claridad en la clasificación que hace el Estado de estos grupos, ya que se centra en su tamaño organizacional, su presencia territorial o capacidad militar, pero deja de lado las afectaciones a la población, su capacidad de sabotear la implementación del Acuerdo de Paz y de profundizar las vulnerabilidades de los territorios.
Hoy en día existen tres grandes grupos armados organizados o GAO (las AGC o Clan del Golfo, Los Puntilleros y el EPL o Los Pelusos), los cuáles son muy disímiles entre sí. Hace una década eran 33 grupos. Esto no significa que se esté derrotando al crimen organizado. La disminución en el número de estructuras también es resultado de su transformación.
Solo las AGC tienen 1.900 integrantes, pero podrían ser cerca de 3.500 si se tiene en cuenta a los que subcontratan y a los que usan su marca para asesinatos, microtráfico, cobro a expendios de droga y labores de inteligencia. Las cifras oficiales hablan de que hacen presencia en 107 municipios pero el trabajo de campo de la FIP los ubica en 148, sin que esto indique que tienen control territorial. El informe define a las AGC como una “franquicia” que tiene nodos afiliados en todo el país y también en el extranjero, dedicados al narcotráfico.
A los GAO se suman grupos delincuenciales organizados o GDO y “saboteadores armados”, propios de contextos cambiantes como el de Colombia, donde el desmonte de los grupos armados no es total. Ejemplos de estos últimos son disidencias, desertores y milicias de las FARC, Los Rastrojos, redes de intermediarios del narcotráfico, entre otros. Son grupos de menor envergadura, con alcance territorial limitado, pero con capacidad para enfrentar o resistir la acción del Estado y, sobre todo, de afectar la seguridad de las personas.
Lo que se vive en el centro del Cauca y su litoral pacífico es un buen ejemplo de que las fronteras entre conflicto armado y crimen organizado son cada vez más difusas en el país. “Allí no ha sido necesario que las AGC saboteen la seguridad y la implementación del proceso de paz como los acuerdos de sustitución de cultivos. La sola presencia de redes de intermediarios del narcotráfico, el papel poco claro del ELN, las milicias del Frente 6 de las FARC y presuntos desertores, configuran un espacio de alta vulnerabilidad, así no tengan alcance regional”, explica el informe.
Otra de las dificultades para medir el tamaño del crimen organizado es que no se sabe cuántos grupos son orgánicos y cuántos son producto de la subcontratación. Esto refleja el nivel de fragmentación de estas estructuras y cómo se han adaptado a la forma en que actúa el Estado. “Para los líderes de las AGC, por ejemplo, los resultados operacionales parecieran tener poca relevancia, pues a más capturas de sus integrantes orgánicos, mayor es el reclutamiento de jóvenes y la activación de redes de subcontratación”, dice Álvarez. De ahí que cada vez sea más difícil que las autoridades los identifiquen y que sean menos reconocibles hasta para los líderes de los grupos armados.
La presencia de los grupos es limitada y heterogénea
A este panorama se suma que la presencia en los territorios no es homogénea. La de unos grupos se limita a espacios urbanos y semiurbanos, como el Clan del Golfo en las ciudades capitales de la Costa Caribe o cabeceras municipales y centros poblados del Pacífico, el Bajo Cauca y los Llanos Orientales. Para otros, su presencia la define el control de rutas y corredores estratégicos, como la del corredor Meta-Vichada-Venezuela, importante para el Bloque Libertadores del Vichada. Y otros más, tienen una presencia más estable y sostenida, como la de las AGC en Urabá.
La FIP analiza en su informe los casos de Urabá, Bajo Cauca antioqueño, Chocó, Buenaventura, Tumaco, Meta y Catatumbo, y propone una clasificación sencilla para entender que la presencia también varía según el “núcleo de acción”: si hay disputas entre grupos (incluidos todos los tipos de saboteadores), si coexisten o si hay uno que domina; así como de los intereses y las capacidades de cada uno. Los autores advierten que esta tipología no es rígida y en una misma región puede haber núcleos de dominio y disputa entre los grupos armados.
Los núcleos de dominio son aquellas regiones –zonas urbanas y semiurbanas– en las que las estructuras criminales tienen control territorial y poblacional, pueden ejercer o impartir justicia, tienen relaciones con la institucionalidad local y con rangos bajos de la fuerza pública, así como control sobre la totalidad o segmentos de las economías criminales. Este es el caso de Urabá y el Bajo Cauca.
Urabá es el bastión militar y político de las AGC. Allí han logrado controlar diferentes ámbitos sociales y económicos, principalmente en las zonas urbanas. Si bien, las autoridades han desplegado la Operación Agamenón I y desarrollan la segunda fase, las AGC han sabido enfrentar al Estado al punto de poner en marcha redes de protección para diferentes sectores de la sociedad y del crimen transnacional, así como redes de intermediarios con carteles internacionales. Por su parte, la región del Bajo Cauca presenta una doble condición: en las zonas urbanas y semiurbanas dominan las AGC, mientras que en las rurales se presenta una expansión de las AGC, a la par de la intención del ELN de ocupar los territorios dejados por el Frente 24 de las FARC.
Los núcleos de disputa son regiones donde no hay dominio o control claro de un grupo sobre otro. En estos casos, dos o más grupos armados compiten por el control de una zona de alto valor estratégico o por segmentos de economías criminales. Este es el caso de Chocó, Buenaventura y Tumaco.
En Chocó, desde 2015, el ELN y las AGC se disputan el control de los ríos Baudó y San Juan, ambos con desembocadura en el Pacífico, así como las rutas para sacar droga hacia Centroamérica. En los municipios del Alto Baudó, Medio Baudó, Bajo Baudó y Litoral de San Juan, el ELN viene posicionándose desde su zona de presencia histórica. Por su parte, las AGC se han expandido desde Urabá hacia zonas que antes controlaban el ELN y las FARC.
El caso de Buenaventura ejemplifica un núcleo en disputa a nivel local y estrictamente urbano, donde La Empresa y la llamada Banda Local se disputan el control del microtráfico y la extorsión. Y, el de Tumaco, se caracteriza por el surgimiento, disputa y reacomodo de diferentes grupos armados, principalmente, por el control de los cultivos de coca, minería ilegal y rutas internacionales del narcotráfico.
Los núcleos de coexistencia son regiones donde las estructuras del crimen organizado han creado alianzas y pactos con otros grupos armados ilegales para evitar la confrontación, dividirse el territorio y administrar de manera más efectiva segmentos concretos de las economías criminales. Esto ocurre en Meta y Catatumbo.
En Meta coexisten las AGC, el Bloque Meta y el Bloque Libertadores del Vichada –ambos llamados Puntilleros–. No hay una confrontación abierta entre estos grupos por la forma negociada en que las AGC ingresaron a la región y por el trabajo de la fuerza pública que ha logrado impedir la avanzada de las AGC y debilitar a los dos bloques. En el Catatumbo, por su parte coexisten el Frente Camilo Torres y la compañía Simacota del ELN, el EPL y otras organizaciones criminales como Los Rastrojos y algunas estructuras subcontratadas por las AGC en Puerto Santander y Cúcuta. En este caso, es informe resalta que al tiempo que coexisten grupos ilegales en el Catatumbo, hay diputas entre estos y la fuerza pública.
Fortalecimiento en lo local
La FIP ha venido advirtiendo que uno de los impactos del proceso de consolidación de las economías criminales es el fortalecimiento del crimen organizado en el nivel local. Paralelamente a la fragmentación del crimen organizado y el desmantelamiento de las grandes estructuras, se ha abierto la puerta a otro desafío: el afianzamiento de estructuras de menor envergadura y con fuerte arraigo local.
La impresión de la FIP, tras la investigación para este informe, es la poca atención que se le presta a los GDO, en comparación a los tres GAO, a pesar de que la evidencia que encontraron los autores es que estas estructuras no son grupos de poca monta así su radio de acción sea limitado y su capacidad armada no se compare con el Clan del Golfo o el EPL. “Sin generalizar, el mensaje es que estos grupos, por pequeños que sean, están afectando y teniendo impacto humanitario sobre las poblaciones que en teoría se deberían estar viendo beneficiadas por la firma de la paz”, dice Álvarez.
El informe presenta algunos hallazgos preliminares basados en la revisión de fuentes secundarias y en entrevistas sobre ocho de estos grupos: Los Rastrojos, La Cordillera, Los Buitragueños, Los Botalones, Los Caqueteños, Los Costeños, Los Pachenca y el Clan Isaza.
En cuanto al origen, los investigadores de la FIP encontraron que estas organizaciones vienen de grupos de seguridad privada anteriores a la conformación de las AUC como Los Buitragueños y el Clan Isaza. También comenzaron como ejércitos privados al servicio de narcotraficantes que no tienen relación orgánica con las AUC, como es el caso de Los Rastrojos y Los Caqueteños. Otras son estructuras que surgieron tras la desmovilización las AUC, como Los Botalones y La Cordillera. Y, otras más, vienen del debilitamiento o la disidencia de estructuras de mayor envergadura como Los Rastrojos y las AGC, como es el caso de Los Costeños y Los Pachenca.
Sobre la presencia, la FIP encontró que los GDO abarcan territorios limitados, principalmente urbanos y semiurbanos y cuentan con un componente armado que no superan los 150 integrantes. Sin embargo, su alcance operativo o incidencia puede llegar a ser transnacional. Y, sobre su composición, no es correcto decir que los integran, únicamente, desmovilizados. Los datos muestran que estos grupos recogen un legado criminal que se remonta a diferentes momentos, por lo que también puede haber desertores de las guerrillas, sicarios, pandilleros y delincuentes comunes, jóvenes recién vinculados, niños y niñas.
Otra de las características encontradas es que tienen relaciones o vínculos con autoridades locales. Sin embargo, su objetivo no es cooptar el Estado, sino utilizar funcionarios públicos y fuerza pública para favorecer sus actividades, impedir operativos y frenar procesos judiciales. Esta relación se fundamenta en la corrupción y la amenaza.
Por último, las actividades de los GDO se relacionan, principalmente, con el narcotráfico y microtráfico, donde pueden ser intermediarios entre las redes nacionales y transnacionales, y también tercerizar servicios a grupos más grandes. En cuanto a sus repertorios de violencia, estas estructuras recurren a la violencia selectiva y menos visible (amenazas, extorsión, asesinatos selectivos y la imposición de normas de conducta). Estas acciones causan impacto humanitario como el desplazamiento intra-urbano, confinamiento de poblaciones y reclutamiento forzado.
¿Qué hacer?
El informe cierra con 10 recomendaciones para que el Estado adapte sus respuestas al crimen organizado y demás saboteadores armados, teniendo en cuenta cómo se está transformando el fenómeno y buscando cerrar las brechas entre las políticas de seguridad y desarrollo. Para la FIP, por ejemplo, El Estado debe entender que estas organizaciones funcionan como una red que no solo tienen un componente armado, sino otros de tipo político y financiero con capacidad de corrupción y lavado de activos. De ahí que no sea efectivo centrarse en golpear cabecillas que son reemplazados con facilidad. “La delincuencia organizada se ha adaptado a esta situación y ha delegado el control territorial a facciones sub-contratadas o “segundones””, dice el informe.
Para la FIP, la lucha contra el crimen organizado tampoco puede seguir midiéndose a partir de capturas e incautaciones. La efectividad tiene que ver más con lograr reducir los daños que estos grupos causan en las instituciones y la población. Esos daños tienen que ver con la violencia homicida, con afectaciones a la economía legal, la corrupción y el deterioro de la percepción de inseguridad, entre otros. En ese sentido, las intervenciones deberían enfocarse a cambiar las condiciones de las zonas donde el crimen ha logrado establecer un orden social. ¿Cómo? Con provisión de bienes públicos y aumentando la legitimidad. El reto –dice el informe– es golpear las economías criminales sin perder el apoyo social al proceso de transición.
Para la FIP también es necesario que las intervenciones del Estado tengan en cuenta el tipo de presencia de las organizaciones criminales en los territorios. Las respuestas deben variar si la presencia se limita a espacios urbanos o semiurbanos, o si tiene que ver con el control de rutas del narcotráfico, o si, por el contrario, se trata de una presencia sostenida y estable.
De igual forma, a mayor fragmentación del crimen organizado se requiere mayor coordinación entre el Gobierno Nacional y las administraciones locales, por lo que urge fortalecer las capacidades en los territorios. En otras palabras, pasar de los consejos de seguridad reactivos, por ejemplo, a planes de trabajo concretos que partan, precisamente, del reconocimiento de las dinámicas y capacidades locales. Aquí, es pieza clave, generar relaciones de confianza con las comunidades y garantizar que tengan un papel activo en las decisiones sobre su futuro.
Las recomendaciones de la FIP también incluyen asfixiar las economías ilegales, oxigenando a las poblaciones con alternativas legales, haciendo ajustes en el Programa de Sustitución de Cultivos, dando mayor protagonismo al Ministerio de Agricultura y fortaleciendo la Agencia de Renovación Territorial. De igual forma resulta vital, por un lado, frenar el reclutamiento de niños y adolescentes que a diario engrosan las filas de estos grupos con estrategias de prevención y rehabilitación –no solo de castigo–, y por el otro, desarrollar una estrategia de sometimiento a la justicia que tenga en cuenta procesos de negociación judicial con componentes de justicia ordinaria y justicia transicional, y que aproveche toda la experiencia que tiene el país en reintegración de excombatientes.