No podría ser de otro modo: así como no hay paz sin justicia, no hay justicia posible con impunidad. Máxime cuando en el marco de la justicia transicional, la sensación de impunidad se deriva de un acuerdo socialmente construido, el cual define qué estamos dispuestos a aceptar.
En la expresión más reciente del tema, los militares han tenido un rol protagónico y, sin ser los únicos en cuestión, sus reacciones y demandas sí reflejan el estado actual de los miedos y dudas que se ciernen sobre el éxito del presente acuerdo. Me refiero, claro está, a la difícil discusión sobre responsabilidad de mando.
Resumir en un párrafo el debate sobre la conveniencia de introducir explícitamente el artículo 28 del Estatuto de Roma en el caso de los militares es, a todas luces, una insolencia. Pero, en gracia de discusión, me permito afirmar que al remitirse al marco jurídico colombiano como primera fuente de interpretación, varios militares que bajo la mirada estricta del Estatuto de Roma deberían ser investigados y sancionados, quedarán absueltos de responsabilidad directa sobre crímenes atroces e inaceptables. Se trata, sin lugar a dudas, de un mecanismo de atenuación.
La envergadura del debate no es poca cosa. Los argumentos jurídicos, técnicos y políticos que justifican las posiciones de lado y lado son robustos y consistentes, y han concitado expresiones de los actores más relevantes. Los pronunciamientos de la Corte Penal Internacional, de Human Rights Watch y de un grupo de reconocidos juristas colombianos son muestra de ello.
Con el propósito de contribuir constructivamente al debate, traigo a colación un elemento que, a mi juicio, nos permite tomar perspectiva. Se trata del sentido que tiene el tan anhelado “punto final”.
Propongo examinar el debate desde este ángulo, porque el reclamo por la impunidad y nuestra noción de punto final están estrechamente relacionados. El argumento es sencillo: si el acuerdo deja agudamente insatisfecho a un grupo relevante, el conflicto tiene más probabilidad de sobrevivir y transformarse. En otras palabras, el consenso social entorno a la impunidad es la principal amenaza a la finalización efectiva del conflicto armado.
Quienes han querido introducir explícitamente los estándares de la CPI en el proyecto de JEP, aducen que esta es la única vía para que ciertos casos que se tramiten de modo “benigno” en nuestro arreglo transicional no sean abiertos en instancias internacionales, rompiendo así el equilibrio jurídico del acuerdo.
A ellos se suman quienes insisten que, por esa vía, los militares vinculados a delitos como las ejecuciones extrajudiciales no recibirán un castigo efectivo, asunto que, desde su punto de vista, es moralmente inaceptable. Esta visión tiene su versión más extrema en el argumento de que el acuerdo es un intercambio de impunidades entre el Estado y la guerrilla, del cual resultarán perdedores principalmente las víctimas.
Por otro lado, están quienes creen, esta vez menos explícitamente, que un tratamiento desequilibrado en favor de los guerrilleros y en contra de los militares, podría erosionar de manera definitiva la estabilidad institucional y generar un clima de escepticismo y rencor difícilmente atajable.
Posiblemente sea una veleidad insistir en el punto final definitivo en una sociedad tan críticamente dividida. Pese a ello, creo que para acercarnos a él debemos considerar el argumento del punto final desde la perspectiva del relato histórico y que, para ello, resulta crucial escuchar a los colombianos que votaron por el No.
Es necesario admitir que, para un grupo muy importante de ciudadanos, la negociación de paz con la guerrilla de las FARC fue ilegítima. En primer lugar, porque desde hacía años el comportamiento de este grupo se asimilaba más al de una estructura armada con fines de lucro, que al de una guerrilla.
Y en segundo lugar, porque, a su entender, la estrategia de arrinconamiento Estatal por la vía armada estaba cumpliendo su cometido y las FARC, de ser un serio competidor de la hegemonía estatal, era visto como una amenaza prácticamente marginal para el crecimiento económico y el grueso de los habitantes urbanos.
En el marco de esta interpretación, el proceso de paz se constituye en una amenaza sumamente peligrosa. En efecto, la firma supone, por un lado, que un grupo minoritario y reducido militarme, se reencaucha y ofrece una alternativa políticamente atractiva para miles (¿millones?) de personas vulnerables, y, a su vez, realiza esta operación menoscabando el orden institucional que fue fortaleciéndose de modo precario a pesar de los grupos armados.
La primera muestra de este sin sentido tendría que ver con rebajar a la categoría de culpables a quienes fueron los justos vencedores de la guerra y quienes además lo hicieron en el marco de la institucionalidad formal. Es precisamente lo profundamente arraigada de esta visión de la historia la que explica no sólo el triunfo del No en el plebiscito, sino la enorme inconformidad frente a la gestión del presidente Santos y de su política de paz.
Procuro delinear del modo más preciso este relato –que aunque no comparto reconozco plenamente– porque estoy convencido de que nuestro anhelado punto final sólo será posible si satisface en alguna medida las expectativas de quienes comparten esta interpretación de la historia.
En otras palabras, si la JEP se transforma en un mecanismo de reivindicación en contra del Estado y de las instituciones, los temores de la oposición serán una profecía auto cumplida que, por un lado, nos pondrá a las puertas de un régimen autoritario de derecha y, por otro, puede animar la reanimación de la violencia radical. Y ya sabemos que en Colombia, en donde campean las organizaciones propias de la economía criminal, siempre hay quienes están dispuestos a ofrecerle armas a los propósitos más obscenos, con tal que éstos defiendan su interés económico.
En el contexto actual es fundamental construir una JEP que parta del supuesto básico de que la institucionalidad colombiana no estaba en crisis radical al inicio del proceso de paz y que, por lo tanto, sus mecanismos no pueden justificar la transformación forzosa del orden vigente. Esto implica que la JEP debe verse como una herramienta que fortalezca el Estado y no que deteriore más su ya erosionada credibilidad.
Esa Jurisdicción, que debe sancionar con rigor e implacabilidad a los máximos responsables de delitos graves, debe reconocer el aporte de las instituciones y de las FFMM en la consecución de la paz.
No es momento de pensar en la justicia como un bien absoluto. Es hora de tomar las pequeñas decisiones que nos acerquen paso por paso a vivir en un país más justo. Todos tenemos que ceder. Y en procura del punto final tenemos la responsabilidad de construir una serie de mínimos consensos sociales que compensen, de alguna manera, la escasez de convergencia que ha marcado este proceso de paz.