FIP Opina / 9 de agosto de 2021 / Tiempo de lectura: 6 min.

Las cinco tareas de Duque para detener el incremento de los homicidios

El retroceso en la reducción de los homicidios en Colombia es evidente. En el primer semestre de 2021, las muertes violentas aumentaron 24% comparadas con el mismo periodo de 2020. Para encontrar un número superior a las 6.864 víctimas que ya llevamos este año, hay que remitirse al 2013. Se suma que las víctimas de masacres se duplicaron, llegando a 81, la cifra más alta en la última década.

Esta columna se publicó el 6 de agosto de 2021 en lasillavacia.com Leer columna original
  • Autore/as
  • María Victoria Llorente
    María Victoria Llorente Directora Ejecutiva
  • Juan Carlos Garzón V.
    Juan Carlos Garzón V. FIP Alumni

Al comienzo de este Gobierno, la meta era llevar la tasa a su menor nivel en 27 años: 23,2 por cada cien mil habitantes. En 2020, la tasa fue de 24,3 y la tendencia advierte que podría ser significativamente más alta en 2021.

A un año de que termine esta administración, el objetivo propuesto en el Plan Nacional de Desarrollo, que era austero pues implicaba una reducción de apenas dos puntos, está lejos de alcanzarse.

Desde una perspectiva de largo plazo, el descenso de los homicidios en Colombia ha sido uno de los principales logros en el ámbito de la seguridad. Recordemos que, comenzando el siglo, Colombia tenía una tasa de homicidios cercana a los 70 por cada cien mil habitantes. En el último año del presidente Uribe la tasa bajó a 35,2 y al final de la administración Santos descendió a 24,9.

El presidente Duque tiene el gran reto de lograr revertir el crecimiento de los homicidios y culminar su mandato conservando la tendencia hacia el descenso que lograron sus antecesores. No cabe duda de que la reducción de los homicidios, o por lo menos contener su alza, debe ser el principal objetivo en materia de seguridad para el último año de gobierno.

Es cierto que hay otros asuntos claves en la agenda de seguridad. Por ejemplo, la reforma policial que ha estado en el centro de la discusión a propósito de la actuación de los uniformados frente a las marchas y protestas, y de la pronunciada pérdida de credibilidad que ha tenido la institución entre amplios sectores de la ciudadanía. Esta reforma debería ir de la mano de una revisión del sector seguridad en su conjunto, algo sobre lo cual hay apenas conversaciones incipientes.

También está el tema de la estrategia de control territorial en varias regiones del país donde han venido ganando espacio el ELN, las disidencias, el Clan del Golfo y otros actores armados ilegales tras la desmovilización de las FARC. El Estado no ha logrado reaccionar oportunamente para contener a estos grupos y proteger eficazmente a la población.

Duque podrá avanzar en la discusión sobre las reformas a la Policía e incluso del sector seguridad, pero no están dadas las condiciones políticas para que se definan cambios y ajustes de manera más consensuada. En estos ámbitos, esta administración dejará abiertas agendas, pero difícilmente conseguirá concretar reformas significativas. En cuanto al control territorial, las intervenciones de entrada y salida sirven de poco, y la militarización de las zonas es insuficiente cuando el objetivo es que el Estado llegue para quedarse.

Con este panorama, no hay otra prioridad que reducir o contener el alza de los homicidios. Las explicaciones para el incremento de las muertes violentas que se vienen dando tanto a nivel urbano como rural son múltiples. La pandemia solo empeoró las cosas, poniendo a prueba las capacidades del Estado y también las de los gobiernos locales y las propias comunidades.

Dados los altos niveles de impunidad, que han permanecido invariables a través del tiempo (en los últimos 25 años no hemos logrado sobrepasar una tasa de esclarecimiento de homicidios del 20 %), la responsabilidad sobre la gran mayoría de las muertes violentas sigue siendo desconocida. La violencia continúa teniendo como protagonistas a las organizaciones armadas y las facciones criminales, así como a las economías ilegales, pero no hay que subestimar otras explicaciones, especialmente en un momento de alta incertidumbre, tensión y malestar social.

Uno de los problemas es que la política de seguridad del Gobierno no solo no ha logrado detener la violencia, sino que en algunos casos ha generado las condiciones para que los homicidios aumenten. La persecución de las facciones criminales y los denominados “objetivos de alto valor”, desconectada del objetivo de proteger a las comunidades, ha fragmentado a los grupos y estimulado la competencia. La política antinarcóticos, enfocada especialmente en la disminución de los cultivos de coca, ha demandado un importante esfuerzo para la Fuerza Pública, sin mostrar su efecto en la reducción de los homicidios.

Ese punto de partida que señalaba que la persecución de los grupos criminales y los golpes a las economías ilegales se traducirán en el control territorial y con ello disminuirá la violencia no ha dado los resultados esperados. Lo que ha ocurrido es que se han confundido los objetivos con los medios. El principal fin de la política de seguridad es garantizar la paz y proteger a los ciudadanos; las capturas y las intervenciones de la Fuerza Pública son un instrumento para llegar a ello. Y esto no quiere decir que el Estado deba abstenerse de hacer cumplir la ley, sino que las instituciones deben estar al servicio de los ciudadanos, ganando legitimidad para construir autoridad a partir de resultados concretos.

El gobierno del presidente Duque está a tiempo de corregir el rumbo, definiendo la reducción de los homicidios como la prioridad en el ámbito de la seguridad. Esto no solo es urgente, sino que es posible. La experiencia en Colombia ha mostrado que los homicidios son evitables; no es necesario reinventar la rueda, pero sí adaptar las medidas al actual contexto.

Para avanzar de manera decidida en este propósito, se requieren al menos cinco condiciones.

Primero, la reducción de las muertes violentas debe ser una prioridad, no un resultado que surge de manera espontanea y tampoco un indiciador más de la política de seguridad.

Segundo, se debe trabajar sobre metas específicas y seguimientos periódicos. El presidente Duque debe liderar este esfuerzo, exigiendo resultados que estén respaldos por información y datos confiables.

Tercero, el Gobierno debe contar con un plan concreto, construido con las administraciones locales de las principales ciudades y de los municipios en donde la situación es más crítica. No basta con anuncios ni con Consejos de Seguridad ex post; se debe planificar y de acuerdo con ello destinar recursos y focalizar las capacidades.

Cuarto, las medidas se deben concentrar en los lugares, las personas y comportamientos que producen mayor impacto en los niveles de violencia letal. Esto implica identificar los “puntos calientes” e intervenirlos.

Quinto, las intervenciones del Estado deben considerar los efectos colaterales teniendo como criterio básico la reducción de la violencia.

En la disminución de los homicidios el presidente Duque puede encontrar un punto de consenso, en medio de la inconformidad ciudadana y la exigencia de cambios. Ninguna agenda es más importante que esta en el ámbito de la seguridad. Es un objetivo que puede convocar y contribuir a reestablecer la relación de confianza entre la Fuerza Pública y los ciudadanos, generando alianzas alrededor de la protección de la vida.

Urge que Duque continúe por la senda de sus antecesores, disminuyendo las víctimas de homicidio, o al menos evitar que las muertes violentas sigan subiendo. En esto, al menos, deberíamos estar de acuerdo.

 

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