El inicio de muchos de los errores estratégicos y procedimentales de la Paz Total y la razón de que esta política —grandilocuente en su título, pero limitada en su alcance — esté haciendo implosión, es la premura del Gobierno Petro para otorgar estatus político a las que eran las estructuras disidentes de las antiguas FARC; ahí se encuentra su pecado original.
Hace dos años, cuando se anunció la paz total como estrategia de acercamiento a los grupos armados y a estructuras de crimen organizado, había un entendimiento común de que la negociación con el ELN se haría con un modelo similar al que se utilizó con las FARC y que llevó al Acuerdo de 2016; en otras palabras, una negociación política clásica. Quedaba por determinar el esquema que tendrían los otros tableros anunciados con el Clan del Golfo, las disidencias de las desmovilizadas FARC, las Autodefensas Conquistadores de la Sierra Nevada y los capítulos urbanos.
Con la Ley 2272 de 2022, que marcó los parámetros de la Paz Total, quedó claro que había dos rutas para implementar la estrategia: una vía de negociaciones con grupos armados organizados al margen de la ley que consiste en diálogos políticos, y otra de conversaciones con estructuras armadas organizadas de crimen de alto impacto, cuyo fin es que se sometan a la justicia. En estas estructuras, según la misma normatividad, están aquellos que se desmovilizaron “mediante acuerdos pactados con el Estado colombiano”.
Así las cosas, lo que les esperaba a las disidencias era el camino del sometimiento, una decisión que estaba en línea con la jurisprudencia colombiana y el marco normativo que creó el mismo Acuerdo de Paz del 2016. Sin embargo, el Gobierno comenzó a socavar su propia apuesta de paz.
Primero generó los incentivos para la unificación de una cantidad disímil de grupos fragmentados en torno a dos proyectos que han demostrado ser débiles. Hasta que empezó la Paz Total, el país tenía, según el seguimiento de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), 38 estructuras disidentes que no se reconocían como una unidad sólida, pero que luego empezarían a llamarse Estado Mayor Central (EMC) y Segunda Marquetalia (SM).
Lo segundo que pasó es que el Gobierno otorgó estatus político a ambos procesos de unificación, en contravía de lo que la Ley de Paz Total había establecido. Ese estatus se hizo realidad hace un año, cuando el presidente Petro anunció el “segundo proceso de paz” con el EMC por la vía de los diálogos políticos. Para el caso de la SM, el estatus se confirmó con un par de resoluciones en febrero de este año, que abren un proceso de paz, aunque su inicio formal no se ha dado.
Una primera consecuencia de dar estatus político al Estado Mayor Central y la Segunda Marquetalia tiene que ver con la intensificación de la apuesta política de los grupos en general, motivados por la ganancia que significaría tener un proceso de negociación y no uno de sometimiento.
Al menos para los grupos, la negociación política abre el camino a no tener que pagar cárcel, evitar la extradición, poder aspirar al Congreso y discutir agendas amplias de desarrollo del país, esto sin desconocer que la mera negociación es mucho más mediática que un sometimiento, lo que hace que su capital social se expanda. Se suma que la presión de la Fuerza Pública merma, ya que con el actual Gobierno la negociación arranca con un cese al fuego. Todo esto explica la actitud de los grupos: aumentar la politización tanto como puedan e ir más allá que lo acordado con las FARC.
La segunda consecuencia es que el estatus político a las disidencias desequilibró todos los tableros de negociación. La Paz Total es una estrategia de múltiples tableros que funcionan en simultáneo y donde el Gobierno es uno de los jugadores de cada mesa. Al jugarse la carta del estatus en dos de esas mesas, el sometimiento perdió su atractivo. De hecho, ni siquiera tiene marco normativo para su desarrollo.
De ahí que el tablero del Clan del Golfo se empantanara por la negativa del grupo de avanzar con menos que lo que las disidencias tienen, la solicitud de las Autodefensas Conquistadores de pedir lo propio, e incluso, en Medellín, los combos comenzaron a denominarse actores del conflicto armado interno de carácter urbano. No menor fue la molestia del ELN porque lo político ya no les es exclusivo.
La tercera consecuencia de reconocer el carácter político de las disidencias es que lesionó de manera notable el Acuerdo de Paz con las FARC, de por sí golpeado por su falta de implementación. Lo lesionó al difuminar las líneas rojas respecto al cierre del conflicto que ese acuerdo estableció y que tenían fuerza constitucional y respaldo internacional. En la misma lógica, la Paz Total igualó a las disidencias con las extintas FARC, alimentando nefastos argumentos de continuidad, negando la desmovilización de cerca de 14.000 integrantes de una guerrilla que no existe, pero que el Gobierno Petro insiste en revivir para poder volver a negociar con ellas, a pesar de ser las principales responsables de la violencia contra los firmantes de paz.
Y, por si fuera poco, la Paz Total se autoinfligió una herida de legitimidad social al no considerar que una parte importante de los integrantes de las disidencias son personas que traicionaron un acuerdo con el Estado. Por eso, la opinión ve con recelo que se negocie de nuevo con esas organizaciones y con personajes como Iván Márquez a la cabeza.
Así las cosas, la decisión prematura de otorgar el estatus político al EMC y la SM cumplió con el propósito de darle tracción a la Paz Total (que en enero de 2023 solo tenía una mesa) y montó a las disidencias en una negociación del mismo nivel o más amplia que la que tuvieron las FARC, sin detenerse a pensar en los problemas que traería.
Hoy, ese pecado original no tiene arreglo porque se trata de errores de concepción política y no de ajustes metodológicos. Además, porque para estos grupos, el Estado pasó de ser una amenaza creíble a un oponente errático y contradictorio, presa de sus ansias políticas por mostrar avances en los tableros de negociación.
En últimas, el estatus político a estos grupos terminó por mandar el mensaje de que cualquiera que genere suficiente violencia y decida controlar un territorio, merece ser considerado un actor político, tener un margen de maniobra para discutir la agenda de desarrollo del país y contener la persecución de la fuerza pública. No importa si ya había pasado por una mesa de negociación, pactado acuerdos con el Estado y haberlos incumplido.