FIP Opina / 24 de octubre de 2024 / Tiempo de lectura: 6 min.

Nuevos caminos para recuperar la seguridad y una paz posible

Antes de caer en fatalismos y pensar que basta con volver a las recetas de seguridad que nos funcionaron en el pasado, hay que empezar por entender mejor lo que está sucediendo y salirse de la dicotomía de “paz o seguridad”.

Esta columna se publicó el 24 de octubre de 2024 en portafolio.co Leer columna original
Operación Perseo en El Plateado, Argelia. Octubre del 2024
Operación Perseo en El Plateado, Argelia. Octubre del 2024 © Colprensa
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  • María Victoria Llorente
    María Victoria Llorente Directora Ejecutiva

El miedo por el franco deterioro de la seguridad vuelve a estar en el centro de las preocupaciones de los colombianos. Y no es para menos: la pérdida de terreno frente a grupos armados ilegales en varias regiones del país es real. Si bien esto viene ocurriendo de manera sostenida desde la desmovilización de las FARC, en 2017, durante la política de Paz Total del actual Gobierno no solo se ha hecho más visible, sino que se ha acelerado. La extorsión se propaga en campos y ciudades, mientras que los asesinatos de líderes sociales, las amenazas, los desplazamientos, los confinamientos de población y el reclutamiento forzado, entre otros, no dan tregua.

Sin embargo, antes de caer en fatalismos y pensar que basta con volver a las recetas de seguridad que nos funcionaron en el pasado, hay que empezar por entender mejor lo que está sucediendo. Comprender, sobre todo, que estamos evolucionando de un escenario marcado por el conflicto armado interno hacia uno donde prevalece el crimen organizado. Hoy podemos decir que estamos más cerca de México que de la Colombia de principios de siglo.

Lo que ha cambiado

Pasamos de un conflicto armado con actores de alcance nacional y proyectos políticos más o menos claros en términos insurgentes (rebeldes) y contrainsurgentes (paramilitares), a una situación donde existen una diversidad de grupos armados fragmentados territorialmente con alcance local y, en algunos casos, regional.

El objetivo central de estos grupos no es obtener el poder nacional, sino ganar el mayor control local posible para, de esa manera, capturar las rentas en donde hacen presencia. Más que transformar a la sociedad bajo un modelo político-económico o defender el estatus quo, hoy priman los intereses económicos. Las expresiones políticas —que, por supuesto las tienen, como ocurre con el crimen organizado— son un medio para acceder a sus fines.

Las disputas entre facciones armadas crecen, mientras que disminuye la confrontación con la Fuerza Pública, que era lo usual en la dinámica del conflicto para el caso de las guerrillas. Se diversifican las economías criminales y aumentan las actividades que le compiten al narcotráfico, como la minería criminal de oro (que hoy se estima que es más lucrativa) o el tráfico de migrantes, que se ha propagado por el paso del Darién.

Que el contexto sea novedoso no quiere decir que resulte más grave que antes. Por ejemplo, los niveles de violencia homicida son tres veces inferiores a los de principios de siglo y hay diez veces menos secuestros y desplazamientos forzados. Hoy ningún grupo logra ser una amenaza del tamaño de las FARC y de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) en sus momentos de mayor capacidad, en los que alcanzaron a tener más de 40.000 combatientes entre ambos y una presencia activa en por lo menos 600 municipios del país.

Todo esto se logró gracias a la capacidad desarrollada por el Estado y, en particular, a las fuerzas de seguridad en materia operativa y de inteligencia, además de la institucionalidad que se construyó para negociar e implementar acuerdos que desactivaron grandes aparatos de guerra.

Pero la tarea continúa. Aunque las facciones disidentes de las FARC distan mucho de lo que llegó a ser esta guerrilla, siguen recuperando terreno. Persiste el ELN como proyecto guerrillero, aunque su crecimiento se ha estancado, sigue fuerte en ambos lados de la frontera con Venezuela y cada vez más envuelto en economías criminales.  Y está el Clan del Golfo que, si bien tiene sus raíces en la desmovilización de las AUC entre 2003-2006, ha evolucionado como un fenómeno muy distinto al paramilitarismo; no solo se ha expandido en los últimos años, sino que hoy es el desafío de crimen organizado más complejo que tienen el Estado y la sociedad colombiana.

¿Qué hacer?

Hay que salirse de la dicotomía de “paz o seguridad”. Ni la Paz Total de Petro, que ha priorizado las negociaciones con los armados, ni el uso extensivo de la respuesta militar y policiva durante el gobierno de Duque, han logrado contener el avance de los grupos criminales y proteger a la ciudadanía. Sin duda, a la Paz Total le ha faltado una estrategia de seguridad que disuada a los actores armados, mientras que en el gobierno anterior, la falta de conexión entre las operaciones de las fuerzas de seguridad y las apuestas de paz territorial, golpeó la legitimidad de la Fuerza Pública.

Es indispensable desarrollar una hoja de ruta para la seguridad territorial con metas medibles y acordes a lo que hoy ocurre. Esta hoja debe incluir una revisión a fondo del despliegue territorial de la Fuerza Pública, así como repotenciar las capacidades de inteligencia del Estado con el fin de conocer mejor las estructuras armadas, su funcionamiento, las zonas donde operan y las economías criminales que dinamizan.

Responder estratégicamente y con realismo a la pregunta esencial sobre la capacidad del Estado para copar y sostener territorios claves para la paz, será fundamental en los próximos años.

Otro punto de esta hoja de ruta debe ser revaluar la apuesta de desmantelar los grupos armados basándose en su descabezamiento y en las capturas de sus integrantes (que se cuentan por miles pero sin frenar su crecimiento). Aquí resulta crítico definir una estrategia de judicialización con foco territorial, en la que se fortalezcan capacidades de investigación, análisis de contexto, fiscales especializados y jueces. Todo esto para avanzar en macroinvestigaciones regionales que aborden, por ejemplo, el sistema de finanzas criminales, la extorsión y los entramados de corrupción local; lo que permitirá concentrar recursos en los principales responsables, identificar patrones y judicializar conjuntos de delitos.

De manera complementaria —y como lo han demostrado la Paz Total y la fallida negociación con el Clan del Golfo entre 2015-2018— se requiere con urgencia desarrollar una alternativa jurídica de sometimiento a la justicia que genere incentivos para que los integrantes de organizaciones criminales se acojan a la legalidad.

Por último, pero no menos importante, está la construcción de paz territorial como estrella guía. El Acuerdo de Paz de 2016 tiene en su capítulo sobre desarrollo rural integral —y en particular en los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET)— ingredientes claves para desatar procesos de transformación de las regiones más afectadas por la violencia organizada con participación de las comunidades. 

Es urgente frenar la dinámica actual, teniendo en cuenta que estamos saliendo del conflicto armado interno y entrando a un escenario donde prima la lógica del crimen organizado. La experiencia internacional y la nuestra, indican que en esta tarea nunca se gana del todo, pero que es posible contener al crimen organizado y que hay que hacerlo antes de que el Estado y la sociedad se vean sobrepasados.   

 

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