Noticias / 21 de noviembre de 2025 / Tiempo de lectura: 4 min.

La otra cara de los bombardeos: ¿siguen siendo efectivos en el conflicto actual?

Detrás del debate sobre las operaciones aéreas en las que murieron menores de edad hay una cuestión crucial: entender que los bombardeos ya no generan los mismos resultados que hace dos décadas y reevaluar su eficacia en un contexto de confrontación que hoy es distinto.

El 10 de noviembre, en un bombardeo en Guaviare, murieron 19 integrantes de las disidencias de 'Iván Mordisco', entre ellos siete menores de edad.
El 10 de noviembre, en un bombardeo en Guaviare, murieron 19 integrantes de las disidencias de 'Iván Mordisco', entre ellos siete menores de edad. © Colprensa
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La muerte de siete niños, niñas y adolescentes en un reciente bombardeo en Guaviare —que, según Medicina Legal, elevaría a 15 la cifra de menores de edad fallecidos desde agosto —, abre una discusión urgente no solo sobre Derecho Internacional Humanitario y reclutamiento forzado, sino también sobre el uso de la fuerza letal, en especial las operaciones aéreas, en el conflicto actual. 

Desde la Fundación Ideas para la Paz consideramos crucial abrir la conversación sobre la vigencia de los bombardeos en un contexto que ha tenido tantas transformaciones, y que deja a esta herramienta militar sin el valor estratégico que tuvo hace dos décadas. En esta cápsula de análisis profundizamos en los puntos clave. 

La lógica de la confrontación cambió

Durante la época de la guerrilla de las FARC, las fuerzas militares desplegaron una serie de operaciones aéreas que marcaron el rumbo de la confrontación: desde el bombardeo a Casa Verde (1990), hasta operaciones como Fénix (2008), Sodoma (2010) y Odiseo (2011), en las que murieron altos mandos como Raúl Reyes, Jorge Briceño (el 'Mono Jojoy') y Alfonso Cano.   

Cuando las FARC pasaron de la guerra de guerrillas a una guerra de movimientos e incluso de posiciones, los bombardeos se usaron contra campamentos relativamente grandes y estables, estructuras jerárquicas claras, mandos medios y altos concentrados o unidades con capacidad de sostener combates prolongados.  

En ese contexto, la lógica era “golpear centros de gravedad” de una organización insurgente con mando unificado y presencia territorial clara. 

Sin embargo, hoy el mapa del conflicto es otro. El país se enfrenta a múltiples actores armados fragmentados, flexibles y con distintas capacidades —disidencias de las FARC, ELN, Clan del Golfo, bandas criminales locales, entre otros—. La frontera entre grupos insurgentes y de crimen organizado es cada vez más difusa, y predomina el modelo en red, en el que colaboran o compiten.  

Existe una mezcla mayor entre economías ilícitas, microterritorialidad y control social. Además, estas estructuras hoy hacen presencia en zonas rurales, corredores estratégicos y también en entornos urbanos, muchas veces sin usar uniformes ni distintivos de sus grupos. 

Incluso desde una mirada puramente militar, el panorama cambió: los grupos ya no concentran grandes cantidades de tropa en un solo punto, rotan con frecuencia a su personal y a sus mandos, y están organizados en estructuras más pequeñas, móviles y dispersas que se insertan con mayor facilidad en la población civil, las economías locales y cadenas lícitas e ilícitas. 

En el contexto de una operación aérea, todos estos factores reducen la posibilidad de identificar un blanco grande y, en cambio, aumentan el riesgo de afectar a la población civil, incluidos niños, niñas y adolescentes vinculados de manera forzada o instrumentalizados. 

La pregunta es inevitable: ¿es razonable suponer que hoy los bombardeos sobre campamentos producen los mismos resultados estratégicos del pasado? 

Las tensiones

Aquí aparece una primera tensión: tácticamente, un bombardeo puede neutralizar a personas armadas o a un comandante específico. Pero su costo estratégico es alto, porque la muerte de menores de edad o civiles puede, entre otras cosas, erosionar la legitimidad del Estado, alimentar narrativas de victimización y reforzar el reclutamiento forzado por parte de los grupos para evitar, precisamente, los bombardeos. 

Otro punto clave es que el uso de la superioridad aérea —el concepto estratégico que justifica los bombardeos—, fue diseñado para escenarios en los que el enemigo busca disputarle abiertamente el territorio al Estado. Hoy, muchos actores armados no buscan “derrotar” al Estado militarmente, sino cohabitar con él, capturar rentas, controlar economías y regular la vida cotidiana de las comunidades. 

Frente a ese tipo de actores, la pregunta es si la clave sigue siendo el golpe militar desde el aire o, más bien, profundizar en la inteligencia eficaz y sostenida, la presencia territorial integral, la persecución de rentas ilícitas, los procesos de judicialización seria y la construcción de confianza con la población, cumpliendo con las funciones del Estado en los territorios.

Revisar la estrategia

No se trata de renunciar por completo al uso de la fuerza aérea, sino algo más incómodo y complejo: revisar críticamente en qué condiciones, con qué umbrales de información, con qué cadenas de autorización y con qué controles civiles puede, o no, justificarse un bombardeo en el contexto actual. O si se quiere, en términos más generales, revisar la estrategia de seguridad que los gobiernos de Iván Duque y Gustavo Petro han implementado, y que no han detenido la expansión y control de los grupos armados ilegales. 

El debate sobre los bombardeos no se agota en la ya dura y profunda tragedia de la muerte de menores ni en la estricta legalidad del uso de la fuerza en estas circunstancias. También exige preguntarnos si la superioridad aérea, en el conflicto de hoy, produce más seguridad o no en los territorios más complejos del país.

 

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