FIP Opina / 3 de julio de 2025 / Tiempo de lectura: 6 min.

El desplazamiento forzado no se fue: aprendió a esconderse

El fenómeno aumentó 128% en los primeros cinco meses del año y lo seguimos subestimando.

Esta columna se publicó el 3 de julio de 2025 en lasillavacia.com Leer columna original
Familias enteras siguen huyendo de la violencia, ya no solo cruzando montañas o ríos, sino calles y barrios.
Familias enteras siguen huyendo de la violencia, ya no solo cruzando montañas o ríos, sino calles y barrios. © Colprensa
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  • Nicolás López G.
    Nicolás López G. Asistente de investigación
  • Andrés Cajiao V.
    Andrés Cajiao V. Coordinador Conflicto y Negociaciones de Paz

Las promesas de Paz Total del gobierno Petro no han sido suficientes para cerrar una herida que sigue abierta: el desplazamiento forzado en Colombia. Las cifras de 2024 pueden dar la impresión de una disminución, pero en realidad el fenómeno persiste, se transforma y se vuelve cada vez más silencioso, pero no por eso menos devastador.

Colombia es el tercer país con mayor número de desplazados internos en el mundo, según el informe que presentó ACNUR la semana pasada. A febrero de 2025, más de 8,9 millones de personas han sido desplazadas según la Unidad para las Víctimas, y la cifra sigue creciendo. De acuerdo con datos de OCHA, en 2024 se registraron 51.600 desplazamientos masivos en el país, mientras que solo entre enero y mayo de 2025, ya se contabilizaban 68.200 personas afectadas, lo que representa un incremento del 128,7% con respecto a los cinco primeros meses de 2024 (35.293 afectados).

En décadas pasadas, el desplazamiento forzado lo causaba, principalmente, la confrontación directa entre guerrillas, paramilitares y fuerzas del Estado. Se hablaba de la estrategia “tierra arrasada”: los ilegales vaciaban veredas enteras para ocupar territorios y acabar con la “base social del enemigo”.

Hoy, la situación ha mutado. Tras la desmovilización de las AUC y las FARC, surgieron nuevos actores como las disidencias de las FARC, el Clan del Golfo y otros grupos que han convertido el conflicto en una mezcla compleja de violencia armada y crimen organizado. Estos grupos se han reconfigurado en redes que mezclan expresiones políticas con intereses claramente económicos.

Es por eso que el desplazamiento forzado ya no responde únicamente a estrategias de guerra, sino a disputas por rentas ilegales, control poblacional y gobernanza criminal. Los desplazamientos son ahora más selectivos y más gota a gota. Desde 2014, el desplazamiento individual ha aumentado, superando en algunos años al desplazamiento masivo.

Vivir con miedo y confinado

La violencia se vuelve cada vez más invisible y se infiltra en la cotidianidad: amenazas, reglas impuestas por actores ilegales, reclutamiento de menores, control sobre la movilidad y la economía local. Los territorios ya no se vacían en la mayoría de casos, pero sus habitantes viven bajo un régimen de miedo y crece con preocupación otro fenómeno: el confinamiento. Sí, hay menos desplazados, pero aumentan las comunidades confinadas y las restricciones a su movilidad.

Los cambios también se reflejan en la duración de los desplazamientos. Si antes las personas eran expulsadas y no retornaban, hoy muchas regresan a sus territorios en condiciones de extrema inseguridad, o se desplazan temporalmente mientras esperan una tregua en la confrontación.

A ello se suma que muchas veces ni siquiera hay registro de los hechos: los desplazamientos individuales, por su carácter silencioso y fragmentado, quedan fuera de los radares institucionales y estadísticos. La invisibilización también se da por miedo a denunciar o por la naturalización de la violencia.

Además, se han multiplicado las zonas de disputa entre grupos armados, lo que ha intensificado aún más el desplazamiento. A diferencia de los territorios donde los ilegales ya tienen un control consolidado y no necesitan recurrir a una violencia visible, en las zonas en pugna la violencia se desborda.

El Catatumbo, Cauca, Putumayo y Chocó son ejemplos de esta situación. Solo en el Catatumbo, según la Gobernación de Norte de Santander, 68.347 personas fueron desplazadas durante el primer semestre de 2025 tras los enfrentamientos entre el ELN y el Frente 33 de las disidencias de las FARC. Además, se reportaron 11.490 personas confinadas y 135 homicidios.

Con la política de Paz Total, los efectos son ambivalentes. En algunos casos, los grupos armados han reducido el uso de violencia masiva para mantener abiertas las puertas de negociación con el Gobierno; sin embargo, esto ha dado lugar al aumento de controles menos visibles, como el confinamiento o las amenazas. Incluso, en Putumayo y Catatumbo, se han reportado prohibiciones explícitas al desplazamiento masivo.

Aun así, tras el colapso de varias de las mesas de diálogo a finales de 2024, la violencia escaló nuevamente. En regiones como el Cañón del Micay, en el Cauca, la ofensiva militar contra estructuras como la Carlos Patiño del EMC ha generado nuevos ciclos de desplazamiento.

También preocupa el aumento de las disputas entre los propios grupos armados. Su constante fragmentación genera conflictos internos que, lejos de provocar su disminución, han aumentado el número de actores que compiten por un mismo territorio. Esto se traduce en más violencia e impactos humanitarios y en un control difuso. Cada actor impone su propia lógica, que suele extenderse a asuntos tan cotidianos como los horarios de circulación hasta el tipo de corte de cabello permitido.

El desplazamiento intraurbano

En las ciudades, el desplazamiento también se manifiesta con particular crudeza, aunque de forma aún más invisible. En Cali, Medellín, Barranquilla y otras ciudades, los grupos de crimen organizado ejercen control sobre barrios y comunas, provocando desplazamientos intraurbanos. Las víctimas abandonan su hogar porque son amenazadas, extorsionadas o porque su vivienda tiene un valor estratégico para el crimen.

Entre 2020 y 2023, la Personería de Medellín reportó más de cinco mil personas desplazadas por estructuras criminales locales. La mayoría no salió de la ciudad: simplemente se movió de un barrio a otro, buscando un refugio temporal.

Estos desplazamientos intraurbanos no solo pasan desapercibidos para las instituciones, sino que rara vez son reconocidos como tal. A menudo se confunden con migraciones por razones económicas o familiares, lo que deja a las víctimas sin acceso a ayudas del Estado o rutas de protección. Muchas de estas personas, además, ya han sido desplazadas previamente de zonas rurales, quedando atrapadas en un ciclo perverso de desarraigo.

Las capitales, a su vez, son destino para personas desplazadas de zonas rurales, lo que pone presión a las autoridades locales, muchas veces sin los recursos ni capacidad institucional necesarios. Medellín, por ejemplo, recibió en 2023 más de 7.200 personas desplazadas provenientes de Chocó y Bajo Cauca. Esta doble carga —acoger y contener desplazamientos— genera tensiones sociales y económicas que tienden a profundizar la exclusión y el estigma.

Así las cosas, el desplazamiento forzado en Colombia ya no tiene un solo rostro ni una única causa. Es un fenómeno que cambia todo el tiempo, ligado a la violencia territorial, al crimen organizado y a una débil presencia estatal. Las soluciones deben partir del reconocimiento de esa complejidad. No basta con desmovilizar grupos; hay de desmontar las economías ilegales, fortalecer las instituciones locales y garantizar que quienes han sido desplazados puedan vivir en condiciones reales de seguridad y dignidad.

Urge revisar también la forma en que se mide el fenómeno. Los indicadores actuales no capturan el confinamiento, las amenazas y la coacción silenciosa que obliga a muchos colombianos a dejar sus hogares sin hacer ruido. Necesitamos nuevas herramientas metodológicas y enfoques más sensibles al contexto local. De lo contrario, seguiremos subestimando la magnitud del drama humanitario: familias enteras siguen huyendo de la violencia, ya no solo cruzando montañas o ríos, sino calles, barrios o departamentos.

 

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